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- Ya ven -digo tras las cortesías de rigor-, entre los tres sumamos más de dos siglos (Gassman ha cumplido 74 años y Mastroianni, 72).
Sonrieron, pero no recogieron el tema. Empezaron a hablar entre sí de amigos comunes y de comunes proyectos como si se hubieran encontrado por casualidad en un bar, en vez de haber sido convocados adrede. Ese tema, la vejez, el tiempo, la memoria, no tenían ganas de afrontarlo, aunque estuviera allí, sobre la mesa, con todo su peso y su amenaza. Daban vueltas a su alrededor lo desmitificaban, lo desdramatizaban. Y siguieron haciéndolo en las tres horas que pasamos juntos.
Pregunto: ¿Cuándo decidieron ser viejos?
Mastroianni: ¿Decidido? Eso no se decide, te cae encima cuando menos te lo esperas. En cierto momento empiezan a llamarte maestro. Maestro ¿de qué? Y me contestan: «Es por respeto.» Maestra será tu madre, me dan ganas de decirles, pero comprendes que ha sucedido algo, que algo ha cambiado. Será cuando una ruedecilla del engranaje ya no funciona como antes, será un pliegue en la boca, una arruga en medio de la frente, no sé: un modo distinto de mirar a las mujeres, más dulce, menos agresivo.
Gassman: ¿Te has fijado, Marcello, en que después de haber sido años y años el más joven de la compañía, en cierto momento, en seis meses, te conviertes de pronto en el más viejo? Y comprendes que en adelante siempre será así, serás el más viejo, te mirarán con respeto si te va bien y si los jóvenes que tratas son bien educados, o con cierta compasión, incluso con un sentimiento protector, con ganas de mandarte a la cama temprano por miedo a que te canses o a lo mejor porque son ellos los que se cansaron de ti. Amigo mío, por eso empiezan a llamarte maestro.
M.: Tienes razón, es eso. Las mujeres, además, te das cuenta enseguida, se ponen maternales de repente.
G.: A veces es una ventaja.
M.: No digo que no, no digo que no. Cuando era joven jugaba a hacerme el niño, pero después era fácil sacarse de la manga a un amante lleno de fuego; ahora son ellas las que te quieren acunar y tú al final te duermes tan feliz, quizá con cierta nostalgia. No sé si son felices también ellas...
G.: Hasta los hijos adoptan una actitud protectora.
M.: Mi hija, en París, cuando cruzamos la calle me coge de la mano...
G.: A veces el respeto que siento en torno a mí parece insultante.
- Ustedes ahora hacen a menudo papeles de viejos. La obra de teatro que usted, Mastroianni, interpreta en estas semanas gira alrededor de este tema: un padre a quien su hijo interna en una residencia, un padre orgulloso, caprichoso, y también un poco maligno...
M.: Un padre desesperado, dígalo ya. Pues mire: la primera vez que representé este papel en el teatro Stabile de Trieste me maquillé de viejo, me encanecí el pelo, ahondé las arrugas. La segunda vez me dije: ¿qué demonios haces? ¿Te maquillas de viejo? Tienes 72 años, no tienes la menor necesidad de maquillarte para ser verosímil. Tal cual.
G.: Eso significa que no te sentías viejo.
M.: Justamente, Vittorio, no me sentía, pero lo era.- ¿Y usted, Gassman? En la película de Scola La familia también interpreta el papel de un viejo iracundo y sumamente tristón. ¿Qué efecto le hacía meterse en aquel papel?
G.: Ningún efecto especial. Mire, para un actor, el papel forma parte del oficio: uno entra en él y luego sale con naturalidad.M.: Muy bien, Vittorio, es exactamente eso. A mí me fastidia ese cuento de los actores que estudian el papel meses y meses para meterse en el personaje, impregnarse de él. A lo mejor se retiran un tiempo infinito a un convento, engordan o adelgazan para estar más en situación y, acabado el trabajo, necesitan otros meses de descompresión para olvidarlo, para volver a ser ellos mismos. De Niro, por ejemplo: esa historia de vivir el personaje a fondo se ha convertido en un chanchullo y con ella ganan un montón de dinero. Yo no sé; a mí no me pasa. Me estudio el guión un par de días, recito mi parte y se acabó. Todavía me acuerdo, Vittorio, de cuando hacías de Hamlet: «Ser o no ser, ésa es la cuestión», con esa voz tuya, grave, un poco soñadora; después, cuando te metías entre bastidores, le decías al iluminador: «¡Eh, tú, esos focos!, ¿no ves que son un asco?»