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No soy tímido, y además la profesión que he elegido no me lo permitiría, pero ante los actores y los grandes cantantes me corto de pronto, me vuelvo timidísimo y casi vergonzoso. Entre Paolo Villaggio y yo hay un viejo contencioso: sostiene que cuando nos encontramos en algún aeropuerto lo veo y no lo saludo; él, por su parte, hace lo propio conmigo; nunca hemos sido presentados oficialmente. Y por eso -tímido él y timidísimo yo- seguiremos ignorándonos mutuamente o, en una próxima ocasión, nos arrojaremos el uno en brazos del otro para vencer la timidez.
Con los directores de cine y de orquesta nunca he sentido esta sensación de extrañeza y casi de temor hacia lo «distinto»: su oficio es idéntico al mío de tantos años, dirigir el trabajo de los demás y realizarse a sí mismo a través de los otros. Son sobre todo cuidadores, cuando no poseedores, de almas y por eso con ellos me siento a mis anchas; me pasa con Muti, me pasó con Federico Fellini.
Los lectores habrán comprendido por esta breve premisa caracterológica la angustia, apenas velada por las obligaciones de la profesionalidad, con la que esperaba encontrarme con dos monstruos sagrados del espectáculo: Vittorio Gassman y Marcello Mastroianni. Los había invitado hacía unos días a una salita del Grand Hotel para una charla con tema libre que remataríamos con un almuerzo. Libre hasta cierto punto: los tres tenemos más o menos la misma edad y una larga vida a las espaldas rica en experiencias y también en éxitos, y mucha vitalidad todavía en reserva aunque sea dentro de un horizonte objetivamente definido.
Había, pues, numerosas razones para encontrarse, hablar, conocerse.
Los esperé, pues, con cierta inquietud mientras la fotógrafa había ya dispuesto los focos y el técnico de sonido preparaba las grabadoras para recoger nuestro diálogo. Al cabo de unos minutos llegó Mastroianni y luego, al poco tiempo, Gassman. Saludos, caluroso apretón de manos, falsa desenvoltura -al menos por mi parte, pues ellos parecían totalmente a sus anchas-. No habíamos coincidido nunca, aunque ellos sabían bastante de mí y yo casi todo de ellos: las películas que habían hecho, las piezas de teatro que habían interpretado, los grandes amores, las aventuras fugaces, las arrugas del rostro, los timbres de voz.
¿Cómo es un actor en la vida? ¿Se parece a alguno de sus personajes o no se parece a ninguno? ¿Reflexiona sobre sí mismo y sobre su trabajo o bien, tras quitarse el maquillaje y el traje, vuelve a ser uno de nosotros, una persona cualquiera, anónima e irreconocible?
No sé si a ustedes les ocurre lo que a mí, pero cuando me encuentro por casualidad con un militar a quien he visto cien veces de uniforme y de repente aparece de paisano, me cuesta reconocerlo, y lo mismo me pasa si me topo con el camarero que me sirve en mi restaurante habitual o con el peluquero que lleva cortándome el pelo toda la vida: fuera de su papel y de la ropa que exige el papel, se convierten en otros tantos desconocidos a quienes nunca he visto ni oído.
¿Pasa eso frente a un actor cuando no pisa el escenario y no está recitando?
Mastroianni llegó a la salita donde yo lo esperaba por un corto pasillo; caminaba a pasitos, ligeramente cargado de espaldas; llevaba gafas de concha, estaba visiblemente delgado y envejecido. Pero ¿envejecido con respecto a cuándo? He visto muchísimas películas de Mastroianni, incluso recientes, pero la imagen que conservo en la memoria es la del protagonista de La dolce vita y de Ocho y medio: un guapo chico un poco disipado, un poco ingenuo, y también bastante ambiguo, ídolo de las mujeres y -caso rarísimo- no antipático a los hombres. Pues bien, el tiempo ha erosionado a fondo esa imagen de hace treinta años, y se nota.
Poco después, a pasos largos, hombros erguidos, entró Gassman; también delgado, pero atlético, la cara surcada por cien arrugas finas como las de la manzana reineta cuando está en plena madurez y esa rugosidad presagia la fragancia de la pulpa y el zumo. Sin embargo, la mirada, algo pasmada, vagaba a su alrededor como con miedo a descubrir algo imprevisto, un peligro, una presencia inquietante, un misterio arriesgado.