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¡La fantasía, el vuelo, los arrebatos de la fantasía! Erwin los conocía muy bien. Al tomar el tranvía, procuraba sentarse sobre la mano derecha, para estar tan cerca de la acera como fuera posible. Así, dos veces al día, en su viaje de ida y en su viaje de vuelta de la oficina, Erwin observaba por la ventanilla y seleccionaba su harén. ¡Dichoso Erwin, dichoso por vivir en una ciudad alemana tan conveniente, tan propia de un cuento de hadas!

Durante la mañana, en su viaje de ida, registraba una acera; al atardecer, en su viaje de vuelta, la otra. A una a la ida, a la otra a la vuelta, bañábalas el sol con una luz voluptuosa, ya que también el sol iba y volvía. No olvidemos que Erwin padecía de una timidez tan mórbida que sólo una vez en su vida, incitado por descarados amigotes, había abordado a una mujer, y ella le había respondido, con toda serenidad: "Deberías avergonzarte. Déjame en paz". A partir de tal episodio, había eludido toda conversación con jóvenes desconocidas. A modo de compensación, separado de la calle por el vidrio de la ventanilla, presionando sus costillas con su cartera, con sus raídos pantalones a rayas, con la pierna estirada debajo del asiento de enfrente (si nadie lo ocupaba), Erwin contemplaba, con toda audacia y libertad, a las muchachas de paso, y, súbitamente, se mordía el labio inferior: esto significaba la captura de una nueva concubina; después de lo cual, la dejaba de lado, por así decirlo, y su rápida mirada, saltando como la aguja de una brújula, ya emprendía la búsqueda de la siguiente. Tales bellezas estaban lejos de él, y, por lo tanto, su huraña timidez no afectaba las dulzuras de la libre elección. En cambio, si acaso se sentaba una muchacha en el asiento diagonalmente opuesto al suyo, y un leve sobresalto le indicaba que era bonita, él retraía su pierna, con una evidente hosquedad que no se avenía con su juventud, y le resultaba imposible inventariarla: los huesos de su frente padecían -exactamente sobre las cejas- un agudo dolor provocado por la timidez, tal como si un casco de hierro ciñera vigorosamente sus sienes, impidiéndole alzar los ojos; con qué alivio, luego, la veía levantarse y dirigirse hacia la salida. Entonces, con fingida distracción, él observaba (él, el desvergonzado Erwin) las espaldas que se alejaban, devoraba ávidamente la nuca adorable y las pantorrillas cubiertas por medias de seda, y así, finalmente, la incorporaba a su harén. La pierna recuperaba su sitio, la acera volvía a circular detrás de la ventanilla, y, una vez más, apoyándose contra el vidrio en que traslucía, aplastada, su nariz delgada y pálida, Erwin se dedicaba a recoger esclavas. ¡Así es la fantasía, el vuelo, los arrebatos de la fantasía!

2

Un sábado, en un frívolo atardecer de mayo, Erwin estaba sentado ante una mesa, en la acera de un café. Observaba, a la apresurada multitud, y, cada tanto, su incisivo mordíale fugazmente el labio. Tintes rosados coloreaban el cielo, y, mientras crecía el crepúsculo, las luces de la calle y los anuncios de los negocios despedían un fulgor sobrenatural. Una muchacha, anémica pero bonita, pregonaba las primeras lilas. El fonógrafo del café, adecuadamente, irradiaba el Aria de la Flor, de Fausto.

Una mujer madura, vestida con un traje sastre negro, se abrió paso, meneando las caderas con pesadez, aunque no sin gracia, entre las mesas. No había ninguna libre. Finalmente, apoyó una mano, ceñida por un guante negro y brilloso, sobre el respaldo de la silla vacía que había frente a Erwin.

- ¿Me permite? -sus ojos, desde el velo corto de su sombrero de terciopelo, lo interrogaron con gravedad.

- Sí, naturalmente -respondió Erwin, y se incorporó, saludándola con una leve inclinación. La presencia de esas mujeres sólidas, con pómulos de corte masculino, recubiertos con espeso maquillaje, no lo perturbaba.

La mesa recibió el resuelto impacto de la enorme cartera de la mujer, que ordenó una taza de café y una porción de tarta de manzana. Su voz profunda era algo áspera, aunque agradable.
Las tinieblas invadieron el vasto cielo tiznado de rosa. Crujió un tranvía que pasaba, y sus luces inundaron el asfalto con sus lágrimas radiantes. Desfilaron bellezas con faldas cortas, seguidas por la mirada de Erwin.

"Quiero ésta", pensó, mordiéndose el labio inferior. "Y aquélla, también".

- Creo que podríamos solucionarlo -dijo la mujer que tenía frente a él, con esa misma voz, ronca y severa, con que se había dirigido al mozo.