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Respiré profundamente: ¡aquí estoy a salvo! Este exorcismo alejaba de mí la odiada e imperiosa necesidad de pensar, aquellas cavilaciones apremiantes: ¿Cómo has entrado? ¿A través del muro? ¿Por el parque?
En un estante cubierto de terciopelo rojo aparecen en gran número -quizá lleguen al centenar- toda clase de relojes: esmaltados en azul, en verde, en amarillo; decorados con joyas o grabados, unos reducidos al esqueleto, otros lisos y con entalladuras, algunos aplastados o en forma de huevo. Aunque no se los oye -su tic-tac es demasiado débil-, el aire que los rodea se presiente cargado de vida; como si allí estuviese enclavado un reino de enanos en afanoso trajín.
Sobre un basamento hay una pequeña roca de feldespato carnoso, de la que surgen -formadas por piedras de bisutería- flores multicolores; entre ellas, un esqueleto humano con su correspondiente guadaña, que espera -con aire inocente- el momento de segarlas. Se trata de un «relojito de la muerte» de estilo romántico-medieval. Cuando comienza la siega, golpea con su guadaña el fino cristal de la campana, que, como una pompa de jabón o como el sombrero de una gran seta de fábula, está a su lado.
La esfera, situada en la parte inferior, parece la entrada de una cueva donde las dentadas ruedas permanecen inmóviles.
De las paredes -llegando hasta el techo- cuelgan relojes y más relojes: antiguos, con orgullosas caras costosamente enriquecidas; en actitud descuidada, dejan oscilar su péndulo proclamando, en un bajo profundo, su majestuoso tic-tac.
En la esquina, de pie en su fanal de cristal, una «blancanieves» hace como si durmiera; pero un leve palpitar rítmico indica que nada escapa a su mirada. Otras nerviosas damitas de estilo rococó -el orificio de la llave bellamente decorado- aparecen sobrecargadas de adornos compitiendo -hasta faltarles la respiración- por acelerar el ritmo de los segundos. Los diminutos pajes que las acompañan se apresuran emitiendo risitas sofocadas: zic-zic-zic.
Otros, formados en larga fila y cubiertos de hierro, plata y oro, como caballeros armados, parecen borrachos que dormitan emitiendo ronquidos de vez en cuando y haciendo sonar sus cadenas como si al despertar de su embriaguez fueran a luchar con el mismísimo Cronos.
En una cornisa, un leñador con pantalones tallados en caoba, y nariz de cobre reluciente, mueve la sierra sin cesar, desmenuzando el tiempo en partículas de serrín...
Las palabras del viejo me sacaron de mi ensimismamiento:
«Todos han estado enfermos; yo les he devuelto la salud». Le había olvidado, hasta el punto de que al principio creí que su voz era el sonido de uno de los relojes.
La lupa que había empujado hacia arriba aparecía en medio de su frente como el tercer ojo de Schiva y en su interior relucía una chispa: reflejo de la lámpara del techo.
Asintió con la cabeza y me miró con tal fuerza que mis ojos quedaron fijos en los suyos: «Sí, han estado enfermos; han creído que podían cambiar su destino yendo más de prisa o más despacio. Han perdido su dicha cayendo en el error de que podían ser los dueños del tiempo. Librándolos de esta quimera, he devuelto la tranquilidad a sus vidas. Algunos como tú -saliendo, en sueños, de la ciudad en las noches de luna- encuentran el camino hacia mí y trayéndome su reloj me piden, entre quejas y ruegos, que le sane; pero a la mañana siguiente lo han olvidado todo, incluso mi medicina».
«Sólo aquellos que comprenden mi lema», señaló a sus espaldas, refiriéndose a la frase escrita en la pared, «sólo esos dejan sus relojes aquí, bajo mi tutela».
Algo comenzó a clarear en mí mente: el lema debe encerrar algún misterio. Quise preguntar, pero el anciano levantó la mano en actitud amenazante: «No hay que desear saber; la sabiduría viviente viene por sí sola! La frase tiene veinticinco letras; son como las cifras de un gran reloj invisible que señala una hora más que los relojes de los mortales de cuyo ciclo no hay escape posible; por eso los "cuerdos" se burlan diciendo: ¡Mira ése! ¡Qué loco! Se burlan y no se dan cuenta del aviso: "No te dejes atrapar por el ciclo del tiempo". Se dejan guiar por la pérfida manilla del "entendimiento", que prometiéndoles eternamente nuevas horas, sólo les trae viejos desengaños».
El viejo guardó silencio. Con una muda súplica le entregué mi reloj muerto. Lo tomó en su bella mano blanca y delgada y cuando, abriéndolo, echó una mirada a su interior, sonrió casi imperceptiblemente. Con una aguja rozó cuidadosamente la maquinaria de ruedas y tomó de nuevo la lupa. Sentí que un ojo experto examinaba mi corazón.
Pensativamente contemplé su rostro tranquilo. Por qué -me pregunté- le temería yo tanto cuando era niño.
De repente me invadió un espanto sobrecogedor: éste, en quien espero y confío, no es un ser verdadero. ¡De un momento a otro va a desaparecer! No, gracias a Dios: era solamente la luz de la lámpara que había vacilado para engañar así a mis ojos.
Y fijando de nuevo mi vista en él, seguí cavilando: ¿Le he visto hoy por primera vez? ¡No puede ser! Nos conocemos desde... Entonces, vino a mí el recuerdo, penetrándome con la claridad del rayo: nunca había caminado -siendo escolar- a lo largo de un muro blanco; nunca había temido que detrás de éste habitase un relojero loco; había sido la palabra «loco» para mí vacía e incomprensible la que en mi niñez me había asustado cuando se me amenazaba con convertirme en «eso» si no entraba pronto en razón.