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«Quizá lo haya vivido en el tiempo en que mi reloj señala una hora que no es la acostumbrada», exclamé en tono divertido.

El anticuario se quedó mirándome extrañado al no entender el sentido de mis palabras.

Continué cavilando y llegué a una conclusión: el muro que rodea el parque debe existir todavía. ¿Quién se hubiera atrevido a demolerlo? Entonces corría ya el rumor de que eran las murallas básicas de una iglesia que debería ser terminada en el futuro. ¡Nadie destruye una cosa así! ¿Viviría aún el relojero? Seguramente él podría arreglar mi reloj, al que yo tanto amaba. ¡Si supiera al menos cuándo y dónde le vi! No podía haber sido recientemente, pues estábamos en verano y según la visión que tuve, su imagen aparecía en medio de un paisaje invernal.

Estaba tan inmerso en mis pensamientos que no podía seguir las largas explicaciones que, de repente, había iniciado el anticuario. Sólo de vez en cuando, percibía algunas frases deslabazadas que llegando a mí en un murmullo enmudecían después como un romper de olas en la playa; en las pausas sentía zumbar mis oídos y hervir la sangre como todo hombre viejo cuando escucha atentamente; sólo el ruido del trajín cotidiano le hace olvidarlo; es un zumbido lejano implacable y amenazante: el aleteo del buitre que remontándose desde los abismos del tiempo se va acercando lentamente y cuyo nombre es «muerte»...

No sabía a ciencia cierta si el que me hablaba era el hombre que tenía el reloj en la mano o ese ser que hay en mí, y que a veces despierta en un corazón solitario -cuando alguien se acerca al armario que contiene los recuerdos olvidados- para cuidar, como secreto guardián solícito, de que estos recuerdos no mueran.

En ocasiones me sorprendía a mí mismo corroborando algo que decía el anticuario y luego pensaba: ha expresado alguna idea que me era conocida; pero cuando trataba de reflexionar sobre ella no me era posible sacarla del pasado y percibirla intelectualmente. No: las ideas permanecían rígidas como figuras sin vida; el sonido de las palabras se extinguía antes que el oído pudiera transmitir su mensaje a la mente. No comprendía ya su sentido. Pasando del reino temporal al reino espacial, parecían rodearme como máscaras muertas.

«Si el reloj funcionara de nuevo», dije exteriorizando el martirio de mis reflexiones e interrumpiendo con ello el discurso del comerciante. Lo había dicho refiriéndome a mi corazón, pues sentía que quería olvidarse de latir y me aterrorizaba la idea de que la manecilla de mi vida pudiera pararse de repente ante una flor fantástica, un animal o un demonio, como de hecho se había parado el reloj ante la cifra que indicaba las catorce horas. Así yo quedaría expulsado para siempre a la eternidad de un tiempo ya transcurrido.

El anticuario me devolvió el reloj; seguramente creyó que me había referido a éste.

Mientras recorría desiertas callejuelas nocturnas, cruzaba plazas adormecidas y pasaba por casas soñolientas iluminadas por farolas centelleantes, hube de pensar -por la seguridad con que avanzaba- que el anticuario me había indicado donde vivía el relojero sin nombre, y donde estaba el muro que rodeaba el parque de olmos. ¿No fue él quien me dijo que sólo el viejo podía curar a mi reloj enfermo? ¡Quién sino él podía haberme dado tal seguridad!

También debió describirme -sin que yo fuera consciente de ello- el camino que conducía a su casa, pues mis pies parecían conocerlo exactamente: ellos me llevaron a las afueras de la ciudad haciéndome recorrer una calle blanca que atravesando olorosas praderas estivales parecía conducir a la infinitud.

Pegadas a mis talones me seguían dos negras serpientes, que atraídas por la clara luz de la luna habían salido de la tierra. Quizá fueran ellas las que me sugerían aquellos pensamientos envenenados: no le encontrarás, hace cien años que murió.

Para escapar de ellas torcí rápidamente a la izquierda, adentrándome en un sendero; entonces apareció mi sombra surgiendo asimismo del suelo y las devoró. Ha acudido para guiarme, pensé, y sentí un profundo alivio al verla caminar segura, sin vacilar un instante; continuamente la miraba sintiéndome feliz al no tener que cuidarme del camino. Poco a poco fue acudiendo a mi mente aquella extraña sensación indescriptible que había tenido en mi niñez cuando, jugando conmigo mismo, cerraba los ojos y caminaba con paso seguro sin preocuparme de una posible caída: es como si el cuerpo escapara de todo temor terreno, como un jubiloso grito interior, como un reencuentro con el yo inmortal que exclama: ¡ahora no me puede ocurrir nada!

Entonces apareció el enemigo hereditario que el hombre lleva en sí: la fría y lúcida razón y con ella la última duda de que quizá no encontrara a aquel que buscaba.

Después de caminar largo rato mi sombra se deslizó rápidamente en una zanja que había a lo largo de la calle y desapareció, dejándome solo; entonces supe que había llegado a la meta. ¡En caso contrario no me hubiera abandonado!

Con el reloj en la mano me encontré de repente en la estancia del hombre que -yo lo sabía a ciencia cierta- era el único que podía hacerlo funcionar de nuevo.

Sentado ante una pequeña mesa de arce contemplaba inmóvil a través de una lupa -fijada a su frente por una correa- un objeto diminuto y brillante que yacía sobre la mesa de clara madera veteada. En la blanca pared que se encontraba a sus espaldas había una inscripción con letras en forma de arabescos y ordenadas en círculo como si fueran las cifras de un gran reloj:

«Summa Scientia Nihil Scire».