[2/2]

«Yo te prepararé el rapé -prosiguió escribiendo-. Rezaré a Dios por ti, y si hago algo malo, azótame todo lo que quieras. Si crees que no hay allí trabajo para mí, le pediré entonces al administrador que me tome para limpiarle las botas o que me mande en lugar de Fedka cuando lleven a pastar al ganado. ¡Abuelito querido!... ¡No puedo soportar más esto! ¡Es, sencillamente, la muerte! Quería escaparme a pie a la aldea, pero no tengo botas y me da miedo la helada. Cuando sea grande, yo, en cambio te daré de comer. No permitiré que nadie te haga daño y si te mueres rezaré por ti lo mismo que rezo por mi madrecita Pelagueia. Moscú es una ciudad muy grande; todas las casas son de señores y hay muchos caballos. Lo que no hay son ovejas, y lo perros no son malos. Los chicos aquí no salen con la estrella, y en el coro no dejan entrar a nadie. He visto una tienda donde vendían anzuelos y sedales para toda clase de peces. Los tenían en el escaparate. Eran muy buenos. Había uno que podría hasta con un salmón de un pud. También he visto tiendas en que se vendían escopetas de todas clases, parecidas a las del señor. A lo mejor cada una de ellas vale cien rublos. En las carnicerías tienen perdices y codornices y liebres, pero no te dicen dónde las matan...

«Querido abuelito, cuando los señores pongan el árbol de Navidad con los dulces, coge para mí una nuez dorada y guárdamela en el baulito verde. Pídesela a la señorita Olga Ignatievna. Dile que es para Vañka.»

Vañka suspiró convulsivamente y fijó de nuevo la mirada en la ventana. Recordaba que cuando el abuelo iba al bosque a buscar el abeto de Navidad para los señores, le llevaba consigo. ¡Qué tiempo tan alegre aquel!... La garganta del abuelo deja oír un a modo de crujido, cruje también el árbol, y Vañka, mirando, les imita. El abuelo, generalmente, antes de empezar a cortar el árbol se pone a fumar su cachimba, luego invierte largo rato en tomar rapé y burlarse de Vañka porque siente frío... Los jóvenes abetos, revestidos de escarcha, esperan inmóviles, sin saber cuál de ellos ha de morir. De repente, sin que se sepa cómo ni de dónde, sobre los montones de nieve pasa rauda una liebre. El abuelo no puede contenerse y grita:

- ¡Coge..., coge..., cógela!... ¡Demonio de bicho!...

El abeto cortado es conducido a la casa de los señores, donde se procede a su adorno. Más que nadie, se agita la señorita Olga Ignatievna, la favorita de Vañka. Cuando todavía vivía Pelagueia, la madre de Vañka, prestaba servicios de doncella en la casa de los señores. Olga Ignatievna daba caramelos a Vañka, y como no tenía otra cosa que hacer, le había enseñado a leer, a escribir, a contar hasta ciento y hasta a bailar el cuadrille. Sin embargo, cuando Pelagueia murió, el huerfanito Vañka fue enviado a la cocina de la servidumbre, junto al abuelo, y de la cocina pasó a la casa del zapatero Aliajin, en Moscú.

«¡Ven, querido abuelito!... -proseguía Vañka-. ¡Por el amor de Dios te lo pido!... ¡Sácame de aquí!... ¡Ten piedad de mí! ¡De este desgraciado huérfano! ¡Todos me pegan y tengo tantas ganas de comer!... Además, ¡tengo una tristeza tan grande que no te la puedo contar!... ¡Me paso el tiempo llorando!... El amo me pegó el otro día un porrazo tan fuerte en la cabeza con una horma, que me caí al suelo y tardé mucho en volver a respirar... ¡Mí vida es una perdición!... ¡Peor que la de un perro!... También mando mis saludos a Alona, a Egor, el tuerto, y al cochero. Mi armónica no se la dejes a nadie... Quedo de ti tu nieto.

Iván Jukov.»

«¡Ven, querido abuelito!»

Vañka plegó la hoja escrita en cuatro dobleces y la introdujo en el sobre comprado la víspera por un kopek... Después de meditar un momento, mojó la pluma y escribió las señas. «Para el abuelito que está en la aldea».

Luego se rascó y, tras un instante de cavilación, añadió a lo escrito: «Para Konstantin Makarich».

En seguida y contento de no haber sido molestado mientras escribía, se caló el gorro y, sin ponerse la pellicita, en mangas de camisa, echó a correr a la calle... Por los dependientes de la carnicería a quienes había preguntado la víspera, sabia que las cartas se depositaban en los buzones, desde donde eran repartidas por toda la tierra por cocheros borrachos montados en las troikas de correos y entre un resonar de campanillas. Vañka llegó de una carrera al primer buzón e introdujo la preciosa carta por la ranura...

Una hora después, mecido en sus dulces esperanzas, dormía profundamente. Soñaba con la estufa. En la yacija, junto a la estufa, veía sentado al abuelo, descalzo, con las piernas colgando y leyendo la carta a las cocineras. Vium daba vueltas junto a la estufa, moviendo el rabo...

Ilustraciones de Ilya Repin, Ivan Kramskoy, Karl Brulloff, Mikhail Nesterov y Orest Kiprensky

 

[La sala número 6 y otros cuentos, Aguilar, 1969, traducción de E. Podgursky y A. Aguilar]