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La joven volvió la cabeza y fue su madre quien respondió:

- No, Martín, éste no es hijo suyo, es mío... Como veía que no volvías nunca...

Martín volvió a su tubular y empezó a hincharlo sin decir palabra. Cuando se levantó, vio que las lágrimas corrían por el rostro de su mujer y murmuró:

- En este oficio de corredor, ya sabes lo que pasa... Pienso a menudo en ti, pero claro, no es como cuando uno está allá.

El niño rompió a llorar, y parecía que nada iba a calmar sus gritos. Martín se sintió trastornado. Con la bomba de su bicicleta le tocó la nariz diciéndole con una vocecita aflautada:

- Tu, tu, tu...

El pequeño se echó a reír. Martín le dio un beso y dijo adiós a su familia.

- He perdido cinco minutos, pero me es igual. Puedo cazar al pelotón rápidamente. Esta carrera es mía.

Volvió a subir a la máquina. Las mujeres lo siguieron con la mirada durante largo tiempo en su subida. De pie en los pedales, llevaba el peso de su cuerpo unas veces a un lado, otras al otro.

- Va mal -dijo su mujer-. Hace sólo quince años trepaba cuesta arriba sólo con las piernas, sin moverse jamás en la silla.

Martín se acercaba a la cima e iba cada vez más lentamente. Parecía que de un momento a otro se fuera a parar. Al fin se posó su máquina en la línea del horizonte, hizo rueda libre un segundo y su maillot azul se fundió con el azul del cielo de verano.

Martín conocía mejor que nadie todas las carreteras de Francia, y cada uno de los miles de mojones tenía para él un rostro familiar, cosa que parece increíble. Desde hacía mucho tiempo subía las cuestas a pie, empujando la máquina con un jadeo de fatiga, pero seguía creyendo en su estrella.

- Ya los cogeré en la bajada -murmuraba.

Y al llegar a la meta, por la noche, o a veces al día siguiente, quedaba asombrado de no lograr el primer puesto.

- ¡Santo Dios! No sé qué me ha pasado...

Arrugas profundas surcaban su rostro descarnado, que tenía el color de los caminos de otoño. Tenía el pelo ya completamente blanco, pero en la mirada de sus ojos gastados brillaba una llama de juventud. El maillot azul flotaba sobre su torso flaco y encorvado, pero ya no era azul y parecía de bruma o polvo. No tenía dinero para coger el tren, pero no se lamentaba. Cuando llegaba a Bayona, donde ya se habían olvidado de la carrera, que había pasado hacía tres días, volvía a subir a la silla para tomar en Roubaix la salida de otra competición. Recorría toda Francia a pie en las subidas, pedaleando y durmiendo mientras hacía rueda libre en las bajadas, sin detenerse ni de día ni de noche.

- Me estoy entrenando -decía.

Pero se enteraba en Roubaix de que los corredores habían salido hacía ya una semana. Movía la cabeza y murmuraba mientras montaba de nuevo en la máquina:

- ¡Qué pena! ¡Ésta sí que la ganaba! En fin, voy a correr la Grenoble-Marsella. Necesito ponerme a punto trepando por los Alpes.

Pero llegaba demasiado tarde a Grenoble, y a Nantes, a París, a Perpiñán, a Brest, a Cherburgo. Siempre demasiado tarde.

- ¡Qué lástima! -decía con una vocecita temblona-. ¡Qué lástima! Pero, a ver si los cojo...

Tranquilamente dejaba Provenza para ir a Bretaña, o Artois, para ir al Rosellón, o el Jura, para ir a la Vendée, y de vez en cuando, guiñando un ojo, decía a los mojones de la carretera:

- Me estoy entrenando.

Martín se hizo tan viejo que ya casi no veía. Pero sus amigos, los mojones kilométricos, e incluso los más pequeños, los hectómetros, le hacían comprender que tenía que girar a la derecha o a la izquierda. También su bicicleta había envejecido. Era de una marca desconocida, tan vieja que los historiadores jamás habían oído hablar de ella. La pintura había desaparecido, incluso la herrumbre estaba oculta por el barro y por el polvo. Las ruedas habían perdido casi todos sus radios, pero Martín era tan ligero que los cinco o seis que quedaban bastaban para sostenerlo.

- ¡Dios mío! -decía-. Y no obstante, tengo una buena bici. De esto sí que no puedo quejarme.

Rodaba sobre las llantas, y como su máquina avanzaba con fragor de chatarra, los chiquillos le tiraban piedras gritando:

- ¡Al loco! ¡ Al de la chatarra! ¡ Al manicomio!

- A ver si los alcanzo - se decía Martín, que no oía muy bien.

Llevaba muchos años intentando tomar parte en una carrera, pero siempre llegaba tarde. Una vez, salió de Narbona para ir a París, donde, al cabo de una semana, darían la salida para la Vuelta a Francia. Llegó al año siguiente y tuvo la alegría de saber que los corredores hacía sólo un día que habían salido.

- A ver si esta tarde los atrapo -dijo - y me llevo la segunda etapa.

Y cuando montaba en su máquina, al salir por la puerta Maillot, un camión lo dejó tumbado en la calzada. Martín se levantó agarrando en sus manos el manillar de su bici hecha añicos, y dijo antes de morir:

- ¡Esta vez, los cojo!



[El hombre que atravesaba las paredes, traducción de Basilio Losada para Argos Vergara]

[Ilustraciones: La tienda en la calle Mayor, de Ján Kadár y Elmar Klos, Ladri di biciclette y Umberto D, de Vittorio de Sica]