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Y cuando los periodistas se alejaban, recibió una carta perfumada, de una tal Liliane, que le invitaba a tomar el té. Era una mujer de mala vida, como tantas, y que no tenía ni educación ni principios, ni moral. Martín fue a su casa sin desconfiar, al salir del velódromo, donde había ido a dar unas vueltas para probar la máquina. Llevaba en la mano una maletita con sus cosas de ciclista.

Habló de las carreras, de la mejor táctica, del cuidado que había que tener con la bici y con su persona. La mala mujer le hacía preguntas pérfidas:

- ¿Y cómo se da un masaje, señor Martín?

Y le tendía la pierna para que él la cogiera. Y Martín cogía ingenuamente esta pierna de perdición, sin más emoción que si fuera la de un compañero, y explicaba tranquilamente:

- Se hace así, hacia arriba. Con las mujeres, es difícil, porque tienen los músculos blandos.

- Y, en caso de accidente, ¿cómo haría usted para llevarme?

Y le hacía otras preguntas, pero no se puede repetir todo lo que esta mujer decía. Martín respondía candorosamente, muy lejos de sospechar la maldad de sus intenciones. Ella mostró curiosidad por lo que llevaba en la maletita, y él le mostró su calzón, su maillot y sus sandalias de corredor.

- ¡Ah, señor Martín! -dijo-. ¡Cómo me gustaría verle vestido de corredor! Jamás he visto uno de tan cerca.

- Bueno -dijo él-. Si le gusta...

Cuando volvió, la encontró cubierta con un vestido más sucinto aún que el suyo, y del que es mejor no hacer una detallada descripción. Pero Martín, ni bajó los ojos. Miró sin pudor, con aire serio, y dijo:

- Veo que también a usted le gustaría correr en bicicleta, pero le hablaré francamente: el oficio de corredor ciclista, a mi ver, no les va a las mujeres. En cuestión de piernas, las suyas podrían valer tanto como las mías. No es eso lo que quiero decir, pero las mujeres tienen pechos y cuando uno rueda dos o trescientos kilómetros, es pesado cargar con eso, señora. Sin contar con que está lo de los niños. Además, eso.

Liliane, conmovida por estas palabras de cordura y de inocencia, comprendió hasta qué punto es amable la virtud y comenzó a detestar sus pecados -y tenía muchos - y luego le dijo a Martín con lágrimas muy dulces:

- He sido una loca pero, a partir de hoy, esto se ha acabado.

- No hay nada de malo en esto -dijo Martín -. Ahora que usted me ha visto en maillot, voy ahí al lado a vestirme. Es por el respeto ¿sabe? Mientras tanto, usted puede hacer lo mismo, y ya verá como no piensa más en correr en bicicleta.

Así lo hicieron, y Martín salió a la calle llevándose las bendiciones de esta pobre muchacha a quien devolvía el honor y la alegría de vivir en paz con su conciencia. Los periódicos de la noche publicaban su retrato, pero él no sintió el menor placer, ni orgullo, pues no necesitaba todo este ruido para esperar. Al día siguiente, desde la salida de París, se colocó en el último lugar y lo conservó hasta el final. Al entrar en Arles, se enteró de que sus competidores habían llegado ya a Marsella, pero no menguó su esfuerzo. Continuaba pedaleando con todas sus fuerzas y, en el fondo de su corazón, y aunque la carrera hubiera terminado para los otros, no desesperaba aún de poder quizá llegar el primero. Los periódicos, furiosos por haberse visto engañados, lo trataron de fanfarrón y le aconsejaron que corriera «el criterium de los asnos» (juego de palabras incomprensible para quien no lea periódicos deportivos). Esto no le impidió a Martín seguir esperando, y a Liliana abrir, en la rue de la Fidelité, una lechería con la enseña del Buen Pedal, en la que los huevos se vendían unos céntimos más baratos que en cualquier otro lugar.

 

A medida que iba creciendo en edad y en experiencia, Martín se iba haciendo también más ardoroso en la lucha, y corría casi tantas carreras como santos hay en el calendario. No conocía reposo. Acababa una carrera y ya se inscribía para una nueva. Empezaban a encanecérsele las sienes, a arqueársele la espalda. Era el decano de los corredores ciclistas. Pero ignoraba o parecía ignorar su edad. Como antes, seguía llegando el último, pero con un retraso dos o tres veces mayor. Y decía en sus oraciones:

- Dios mío, no entiendo nada, no sé por qué ocurre esto.. .

Un día de verano, en la París-Orleans, subiendo una cuesta que conocía muy bien, se dio cuenta de que había pinchado. Mientras cambiaba el tubular en la cuneta, se acercaron dos mujeres, y una de ellas, que llevaba en brazos a un niño de unos meses, le preguntó:

- ¿Conoce usted a un tal Martín, que es corredor ciclista?

Él respondió maquinalmente:

- Martín soy yo. El último. Otra vez irá mejor la cosa...

- Yo soy tu mujer, Martín.

Él levantó la cabeza sin interrumpir su tarea de ajustar el tubular en la llanta, y dijo con ternura:

- Estoy muy contento... Veo que los chicos crecen también -añadió mirando al bebé, a quien tomaba por uno de sus hijos.

Su esposa pareció inquieta y, mostrando a la joven que la acompañaba, dijo:

- Mira Martín, ésta es tu hija, que ahora es ya tan alta como tú. Se ha casado. También se han casado los chicos...

- ¡Oh, me alegro mucho! No me creía tan viejo. ¡Cómo pasa el tiempo! ¿Y ése que llevas en brazos es mi nieto?