Uno entre muchos epílogos
Ay, Ninarieddo, recuerdas aquel sueño...
del que tantas veces hemos hablado...
Yo estaba en el coche y me iba solo con el asiento
vacío al lado mío, y tú corrías;
a la altura de la ventanilla aún semiabierta,
corriendo ansioso y obstinado, me gritabas
con un poco de llanto infantil en la voz:
'Paolo, ¿me llevas contigo? ¿Me pagas el viaje?'
Era el viaje de la vida; y sólo en sueños
osaste descubrirte y pedirme algo.
Tú sabes muy bien que aquel sueño es parte de la realidad;
y no un Ninetto soñado el que dijo esas palabras.
Tan verdad es, que cuando hablamos de ello, te ruborizas.
Ayer, en Arezzo, en el silencio de la noche,
mientras el centinela echaba la cadena a la cancela
detrás de ti y tú ibas a desaparecer,
con tu sonrisa fulmínea y burlona, me dijiste... '¡Gracias!'
'¿Gracias, Niné?' es la primera vez que me lo dices.
Y, efectivamente, te das cuenta de ello y te corriges, aguantando el tipo
(en eso eres un maestro), bromeando:
'Gracias por el viaje'. El viaje que tú querías
que yo te pagase era, lo repito, el viaje de la vida:
y en ese sueño de hace tres, cuatro años decidí
lo que a mi equívoco amor por la libertad era contrario.
Si ahora me agradeces el viaje...Dios mío,
cuando estás en el calabozo, tomo con miedo
el avión hacia un lugar lejano. De nuestra vida soy insaciable,
porque una cosa única en el mundo no puede nunca agotarse.2 de septiembre de 1969
(Poema recogido en Trasumanare e organizzare, Milán, Garzanti, 1971. Hay edición en castellano: Transhumanar y organizar, Madrid, Visor, 1981. Traducción de Ángel Sánchez-Gijón)
Es cosa sabida que cuando los "explotadores" (por medio de los "explotados") producen mercancías, producen en realidad humanidad (relaciones sociales).
Los "explotadores" de la Segunda revolución industrial (también llamada Consumismo; es decir: grandes cantidades, bienes superfluos, función hedonista) producen nuevas mercancías; de modo que producen nueva humanidad (nuevas relaciones sociales).
Ahora bien: durante los casi dos siglos de su historia, la Primera revolución industrial produjo siempre relaciones sociales modificables. ¿La prueba? La prueba viene dada por la substancial certidumbre de la modificabilidad de las relaciones sociales de quienes luchaban en nombre de la alteridad revolucionaria. Éstos nunca opusieron a la economía y a la cultura del capitalismo una alternativa, sino, precisamente, una alteridad. Alteridad que debería modificar radicalmente las relaciones sociales existentes, o, dicho antropológicamente, la cultura existente.
En el fondo, la "relación social" que se encarnaba en la relación entre siervo de la gleba y señor feudal no era muy distinta, después de todo, de la que se encarnaba entre obrero y empresario industrial, y, sea como fuere, se trata de "relaciones sociales" que han demostrado ser igualmente modificables.
Pero ¿y si la Segunda revolución industrial -mediante las posibilidades nuevas, inmensas, de que se ha dotado- produjera en lo sucesivo "relaciones sociales" inmodificables? Ésta es la gran y quizá trágica cuestión que planteo hoy. Pues tal es, en definitiva, el sentido del aburguesamiento total que se está produciendo en todos los países: definitivamente en los grandes países capitalistas, y dramáticamente en Italia.
Desde este punto de vista, las perspectivas del capital parecen de color de rosa. Las necesidades inducidas por el viejo capitalismo eran, en el fondo, muy parecidas a las necesidades primarias. Por el contrario, las necesidades que el nuevo capitalismo puede inducir son total y perfectamente inútiles y artificiales. He aquí por qué a través de ellas el nuevo capitalismo no se limitará a cambiar históricamente un tipo de hombre sino a la humanidad misma.
(El fragmento forma parte de la Intervención en el congreso del Partido Radical que fue leída en Florencia el 4 de noviembre de 1975, dos días después del asesinato del autor, y posteriormente fue publicada en el semanario Il Mondo. Está recogida en Lettere luterane. Hay edición en castellano: Cartas luteranas. Madrid, Trotta, 1997. La traducción es de Joseph Torrell, Antonio Giménez Merino y Juan Ramón Capella)
Creo, y lo creo profundamente, que el verdadero fascismo es el que los sociólogos han llamado demasiado benévolamente "la sociedad de consumo". Una definición que parece inocua, meramente indicativa. Y no lo es. Si uno observa bien la realidad, y si sobre todo uno sabe leer en los objetos, en el paisaje, en el urbanismo y, sobre todo, en los hombres, ve que los resultados de esta irreflexiva sociedad de consumo son los resultados de una dictadura, de un verdadero y auténtico fascismo. En la película de Naldini hemos visto a los jóvenes encuadrados en uniformes...Pero con una diferencia...Entonces los jóvenes, en el mismo momento en que se quitaban el uniforme y se encaminaban a sus pueblos y a sus campos, volvían a ser los italianos de cien, de cincuenta años atrás, como antes del fascismo.
El fascismo en realidad los había convertido en payasos, en siervos, pero no los había afectado en lo importante, en el fondo de sus almas, en su forma de ser. Este nuevo fascismo, esta sociedad de consumo, por el contrario, ha transformado profundamente a los jóvenes, los ha afectado en lo más íntimo, les ha dado otros sentimientos, otras formas de pensar, de vivir, otros modelos culturales. Ya no se trata, como en la época mussoliniana, de un reclutamiento superficial, escenográfico sino de un reclutamiento real que les ha robado y les ha cambiado su espíritu. Lo que en definitiva significa que esta "civilización del consumo" es una civilización dictatorial. O sea que si la palabra fascismo significa la prepotencia del poder, la "sociedad de consumo" ha realizado muy bien el fascismo.
(Fragmento de una entrevista realizada por Massimo Fini, publicada en L'Europeo el 26 de diciembre de 1974 que está incluida en Scritti corsari, Milán, Garzanti, 1975. Hay edición en castellano traducida por Mina Pedrós: Escritos corsarios, Barcelona, Planeta, 1983. Cuando Pasolini habla del filme de Naldini se refiere a Fascista, 1974)
Hay un primer nivel histórico –que se ha mantenido popularmente- en que el odio racial es mágico y, como tal, sobrevive en cada uno de nosotros (nosotros que, en nuestros estratos más profundos, seguimos siendo prehistóricos y populares). Este tipo de odio racial es el único que puede imaginarse con plausibilidad y acaso también el único, en cierto modo, que sea justificable, dado que precede a la edad de la razón.
Nuestras 'antipatías' hacia determinados tipos de personas, la molestia violenta que nos producen ciertos 'cuerpos' son arquetipos de un odio racial de este jaez que experimentamos de manera imperfecta o bien embrionaria y que cae bajo el dominio de nuestras vivencias.
Todo el restante volumen del odio racial forma parte de un fondo social que una persona dotada de uso de razón se resiste a creer existente. En este momento histórico, me parece que el odio racial es el odio que experimenta el ciudadano hacia el campesino: es decir, el odio que experimenta un hombre integrado en un tipo de civilización moderna y ciudadana respecto de un hombre que representa un tipo anterior de civilización y que todavía amenaza la existencia del actual, demostrando así materialmente que es siempre posible (socialmente) la regresión. He aquí por qué se odia racialmente a los negros, en tanto que pobres, y a los pobres, en tanto que, inevitablemente, dotados de piel distinta, apegados como están a antiguos trabajos que comportan necesariamente el aire libre y el sol (el efecto del sol en la piel parece tener un valor decisivo en el odio racial de quien vive en casas urbanas, que, si trabaja en el campo, lo hace como patrono o industrialmente).
Negros, europeos del sur, bandidos sardos, árabes, andaluces... todos sufren en común la culpa de tener la cara quemada por el sol campesino, por el sol de las épocas antiguas.
(Fragmento de Un odio difícil de imaginar, artículo publicado en el n° 34 del semanario Tempo, correspondiente al 20 de agosto de 1968. Está recopilado en Il Caos, Roma, Riuniti, 1980, edición a cargo de Gian Carlo Ferretti. Hay traducción al castellano de Antonio-Prometeo Moya: El caos. Contra el terror. Barcelona, Crítica, 1981)