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Linia debe ser el único lugar de la tierra en el que los autobuses ganan la carrera a los trenes. Aquí los trenes son máquinas destartaladas que se dejan caer sobre los railes y saltan de estación en estación favorecidos por las leyes de la inercia y las estampas de los santos que el Ministerio de los Transportes y las Comunicaciones Interiores hizo colocar por todos lados, por las cabinas locomotrices, por los asientos de pasajeros, por los bajos de los cacharros. En la ciudad de Tegulpo está el cementerio de trenes. Fragmentos de ellos e incluso algunos en su integridad duermen el sueño de los justos criando óxido y musgo y sirviendo de cobijo a los pobres desgraciados de la zona. Los más solicitados son los trenes litera, vestigios de una época que ni tan siquiera llegó a ser gloriosa pero que era al menos decente, en la que recorrían el país de un extremo a otro, cuando los plátanos tenían algún valor. Ahora los vagones de a cuatro son dormitorio de doce y de sus ventanas asoman cada mañana las sábanas puestas a ventear. Las sábanas son la única propiedad privada de estas personas y bajo ellas dormitan vigilantes los machos, mientras ellas cantan canciones que estuvieron de moda hace veinte años, cuando eran más ligeras y se balanceaban mimosas del cuello de los muchachos en flor. Los niños se airean jugando al fútbol sin pelota, las niñas estudian economía doméstica comprando piedras que hacen las veces de harina, huevos, leche y aquellos productos de los que oyeron hablar alguna vez, exóticos aquí como un El Dorado. Los jovencitos se pavonean ante las jovencitas que ponen aquellas miradas de desprecio de las heroínas del cine y así todos espantan el hambre, un poco haciéndose los distraídos, como si la cosa no fuera con ellos. Y así el musgo trepa también sobre ellos, al ritmo de aquellos trenes muertos y enterrados...
Fermín llego aquí hace catorce años, cuando aún era un lugar habitable e incluso había vigilantes que impedían cualquier intento de alojamiento gratuito. Tiene una mirada acuática, como si no hubiera llorado nunca y los ojos se le hubieran llenado de lágrimas, habla con una conciencia de palabras aprendidas largo tiempo atrás, habla y se pierde, y vuelve atrás, y pasa por sitios ya conocidos, con una conversación repetida, monótona, idéntica a si misma.
- Si pudieran nos matarían, pero como no pueden, pues nos dejan morirnos solos... Aquí ya no viene nadie ni a echar una mirada... Sólo cada cierto tiempo llega un tren silencioso, como un elefante que agoniza, y se deja caer por aquí, pesadamente, con ruido de engranajes que suspiran por última vez, como si supieran de que va esto...
El edificio que antes fue sede central de los ferrocarriles, un lugar animado de burócratas y tinteros y máquinas de escribir con papel carbón tres copias, es ahora un cadáver de cuatro paredes de las que ya no queda ni un cristal ni una puerta, ni nada que recuerde esos tiempos, apenas si un enorme cartelón con una flecha alada dibujada, símbolo histórico de los ferrocarriles de la nación. Como si la guerra hubiera pasado por aquí... pero la guerra nunca pasó por aquí... Aquí nunca pasó nada, ni siquiera eso...
El único negocio que sale de aquí, es tontería decirlo, es la venta de chatarra. Cada poco, salen los machos y sus señoras y toda la familia cargados con algún despojo arrancado cada vez con mayor dificultad y van hasta Apolino, un pueblo de seis o siete mil habitantes, donde colocan ese material de desecho y compran lo imprescindible para sobrevivir... porque aquí se trata de eso... La vida está en otra parte...
Linia debe ser uno de los pocos lugares en el que los autobuses ganan la carrera a los trenes. Ernesto Zajar sonríe complacido después de decir esta frase, hinchada por el viento de sus palabras. En el lomo de los autobuses una inscripción desafiante (La veloz) subraya ese orgullo por la velocidad, una velocidad de circunstancias que en otro lugar parecería de risa y aquí es espectáculo. A primera hora de la mañana (aún pendiente el día de amanecer), salen de las cabeceras de línea de Guacabo y Tico, recogiendo los primeros trabajadores sonámbulos, verdaderos zombis que suben la escala tanteando los laterales con los brazos extendidos y caen sobre los sillones con un peso diez veces superior al suyo. En este país la jornada es de doce horas y se hacen extras, no para redondear el sueldo sino para alcanzarlo. Poco a poco, velozmente, los autobuses escalan los pueblos... Ribero, Cotaza, Boes, Oriano, Galano,... Madres de familia que llevan los niños al médico de la capital, ancianos y ancianas que van a visitar a los hijos, campesinos con cestos de verduras celosamente guardados en busca del mercado de turno,... Una fauna que como indica el señor Fermín son gente decente que no puede perder su tiempo en trenes del infierno...
Las ciudades son panales de abejas... Los zánganos trabajan, las abejas reinas tienen lujosos chalés en las afueras, no todo tenía que ser miseria... En las peores circunstancias algo de dinero se puede obtener para mantener a unos pocos... La gloria del país, la elite, colegios ingleses, militares con ridículos sombreros de plato que defienden un país indefendible, vehículos oficiales con banderitas tricolores, prostíbulos de lujo porque incluso los pobres pueden tener bellas hijas, algo que aportar a la nación... Las niñas del cementerio de ferrocarriles sueñan con las cortinillas de chuzos y el falso lujo, las colonias francesas que se hicieron allí, a pocos quilómetros... Fermín sueña con caballos, pero eso es otra cosa... Caballos en sus sueños, pero eso es otra cosa... Ernesto Zajar mira todas las mañanas orgulloso partir sus autobuses, alejarse rápidamente a través de los páramos devastados por el sol, de eso si que tienen, siempre sol, un sol abrasador, inhumano, y después lluvias tremendas, diluvios universales que acaban con todo o con lo poco que pueden acabar... Ernesto Zajar recuerda: un día subió a un autobús una pareja joven, con un ataúd bajo el brazo, pequeño, parecía una caja de muñecas...
Se aleja el avión, el único avión que aún se atreve a llegar hasta aquí, un vuelo cada cien años, cada mil años... Superviviente de otras épocas, bimotor, blanco pero sucio, se eleva sobre unos tacaños metros de asfalto, que parecen que van a faltar, la torre de control que no controla nada... Un tipo elegante me dio la mano, vete a saber quien diablos es, el capitán me sopla al oído, es el Presidente, pues que bien... Una sonrisa lamentable, un olor a colonia mareante... Pienso que falta la banda de música, y desde ese momento sólo pienso en eso, él me habla y yo hecho de menos tambores y cornetas... Un militar está junto a él... No lo había visto... Es gracioso... Ahora el avión hace inexistente todo esto... Siento que nunca existió un cementerio de ferrocarriles y mucho menos un payaso y su bufón, todo se vuelve del color ocre de los sueños, nunca existió Fermín, ni Ernesto Zajar, ni autobuses ni mucho menos trenes...