[6/8]

[1.922]

19 OCTUBRE - Esta mañana he reflexionado hasta que me ha parecido que puedo llegar a ver claro en todo esto si trato de escribir... en qué punto estoy.

Desde que he llegado a París me encuentro muy mal, tan mal como antes. La verdad es que ayer creí que me moría. No es imaginación. Mi corazón está agotado y siente tal agobio que lo único que puedo hacer es andar hasta el taxi y del taxi a casa. Me levanto a las doce y me vuelvo a acostar a las cinco y media. A ratos intento trabajar, pero ya pasaron aquellos tiempos. No puedo trabajar. Desde el mes de abril, prácticamente no he hecho nada. Pero, ¿por qué? Porque si el tratamiento de M. ha mejorado el estado de mí sangre, me ha dado buen aspecto y ha obtenido un buen resultado sobre mis pulmones, no ha mejorado ni un ápice mi corazón; y el mejoramiento aquel lo he conseguido solamente viviendo en el hotel la vida de un cadáver.

Mi espíritu está medio muerto. La fuente de mi vida ha menguado tanto que está casi seca. Todos los progresos de mi salud no son más que ficción, comedia. ¿En qué consiste? ¿Puedo hacer algo con mis manos o con mi cuerpo? Nada absolutamente. Soy una enferma completamente imposibilitada. ¿Qué es mi vida? Es la existencia de un parásito. Y ahora ya han pasado cinco años y estoy atada más estrechamente que nunca.

¡Ah! El mero hecho de escribir me ha calmado un poco, loado sea el Señor por habernos otorgado la gracia de poder escribir. Lo que voy a hacer me aterroriza tanto. Todas las voces del pasado me dicen: «No lo hagas.» J. me dice: «M. es un sabio. De su parte pone todo lo que puede. Tú tienes que hacer otro tanto.» Mas esto no significa nada. Soy tan incapaz de curar mi alma como mi cuerpo. Quizá aún mas incapaz. Y J. mismo, completamente sano y fuerte, ¿no está abatido cuando tiene granos en el cuello? Mas pensad en un encarcelamiento que dura cinco años. Alguien tiene que ayudarme a salir del calabozo. Si lo que digo es una confesión de mi flaqueza, no importa. Pero sólo por falta de imaginación se le puede llamar así. ¿Y quién me ayudará? Acuérdate en Suiza. «Soy incapaz.» Es natural que él sea incapaz. Un prisionero no puede ayudar a otro prisionero. ¿Creo acaso en la medicina sola? No, jamás. ¿En la ciencia sola? No, jamás. Me parece infantil y ridículo suponer que a uno le pueden curar como a una vaca, si no es una vaca. Aquí durante años he estado buscando a alguien que estuviera de acuerdo conmigo. He oído hablar de G., el cual no sólo es de mi parecer, sino que está infinitamente más enterado que yo de estas cosas. Pues, ¿por qué dudar? ¿Miedo? ¿De qué tienes miedo? ¿En el fondo es acaso el miedo de perder a J.? Creo que sí. ¡Pero, Señor! Mira las cosas cara a cara. ¿Qué es lo que tienes de él ahora? ¿Qué es lo que os acerca? A veces viene a hablar contigo, luego se va. Piensa en ti con cariño. Sueña con vivir contigo, un día, cuando se haya hecho el milagro. Para él tienes la importancia de un sueño; no la de una realidad viva. Pues no lo eres. ¿Qué es lo que compartís los dos? Casi nada. Sin embargo, mi corazón emana un profundo, dulce y tierno sentimiento que es amor, y una nostalgia inmensa de su presencia. Pero mientras están las cosas de esta forma, qué importa todo esto. Vivir juntos estando yo enferma, no es más que una tortura con algunos momentos de dicha. Mas esto no es vivir... bien sabes que J. y tú, sólo sois el sueño de lo que podría ser. Y este sueño jamás, jamás, podrá ser realidad si no te curas. Y es imposible que te cures sólo «imaginando», o «esperando», o probando de hacer tú sola el milagro.