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Diarios
Katherine Mansfield


[1.915]

DICIEMBRE, DOMINGO. - Las cuatro y diez. Estoy segura que éste es el peor domingo de toda mi vida. He llegado al fondo. Mi corazón ya no late. Sigo viviendo gracias a una especie de zumbido de la sangre en mis venas. Está oscureciendo, sólo en las ventanas hay un resplandor blanco. El ruido de mi reloj, encima de la mesa al lado de la cama, es fuerte y vigoroso, como si fuera rico de una vida diminuta, mientras yo desvanezco y muero.

Ya es de noche. El mar está muy agitado. Roza las rocas, las barre, las cubre, las ciñe y les salta por encima. En la luz cruda y metálica, las rocas toman un color rojizo. En lo alto una raya ancha y verde amalgamada con negro suntuoso, y más en alto el cono morado de una montaña, y sobre la montaña un cielo de un azul tenue que resplandece como el interior de una concha mojada. La luz cambia a cada instante.

Hasta en este momento, mientras escribo, se ha vuelto menos cruda. Algunas nubecitas blancas coronan la montaña como humo que asciende. Y ahora un color de púrpura, amenazador y extraño está cubriendo el cielo. Los árboles voltean en esta claridad inestable. Un perro ladra. El jardinero habla solo y arrastrando los pies cruza el sendero bien rastrillado; recoge el cesto de hierbas arrancadas y se va. Dos enamorados pasean al borde del mar. Llevan abrigos gordos y ella lleva un pañuelo rojo en la cabeza. Andan orgullosos y despreocupados, muy juntos y desafiando el viento.

Hoy estoy enferma -no puedo andar- y sufro.

(K. M. sufría de unos dolores reumáticos que afectaban el funcionamiento del corazón. Esto no tenía ninguna relación con la tuberculosis pulmonar de la que murió y que sólo apareció dos años más tarde, en diciembre de 1917 K. M. creyó siempre que moriría de un síncope cardíaco.)

[1.919]

19 MAYO. - Estoy en mi cuarto y pienso en mi madre. Tengo deseos de llorar. Pero mis pensamientos son hermosos y están llenos de alegría. Pienso en nuestra casa, nuestro jardín, en nosotros: niños... en el césped, la verja y mamá que vuelve a casa: «¡Niños, niños!» No pido más que tener tiempo para escribir todo esto, tiempo para escribir mis libros. Luego, no me importará morir. No vivo más que para escribir. El mundo hermoso (¡Dios mío, cuán adorable es este mundo exterior!) está ahí: me baño en él y me refresco. Pero me parece como si yo tuviera que cumplir un deber, como si alguien me hubiera impuesto una tarea que estuviera obligada a terminar. ¡Dejadme acabar, acabar sin prisa; poniendo en ella toda la belleza que pueda!

Mi madrecita, mi estrella, mi valor, mi mía. Me parece ahora vivir en ella. Vivimos en el mismo mundo. No es del todo este mundo, tampoco es del todo otro mundo. La gente no me importa: la idea de la gloria y del éxito no es nada, menos que nada. Quiero muy tiernamente a mi familia y a algunas otras personas. Quiero de la buena y vieja manera, de todo corazón, a mi marido.

No existe ni una sola alma que sepa dónde está. Ella lentamente se va, mientras medita todas estas cosas, mientras de pregunta cómo podrá expresarlas a su gusto, sólo pidiendo tiempo y paz.