Hay
un cuento de Italo Calvino en el que todas las frases están cubiertas
de un tono grisáceo hasta que de repente, justo al final, aparece
un fogonazo en blanco que es como una ventana hacia la claridad, la
inocencia, la salvación... La obra de Katherine Mansfield viene
a ser ese constante fogonazo.
Una mezcla
de inocencia, belleza, sensibilidad, que nos envuelve conforme vamos
leyendo sus cuentos, como si nos sometiera a un encantamiento y decidiera
liberarnos en buena medida de él sólo cuando pone el punto
final. Aún así, esa especie de hechizo se prolonga en
el tiempo, fuera del texto leído... nos queda siempre un extraño
suspiro recurrente, como un halo al que volvemos cuando escuchamos su
nombre, cuando hemos leído su Diario y no sentimos pena, no es
pena, sino algo parecido a la comprensión absoluta, es como si
camináramos con ella de la mano, como si ella flotara alrededor
nuestro y de vez en cuando nos dijera al oído alguna frase y
nosotros asintiéramos diciéndole, sí, es verdad,
no hay otra manera, es así, aunque no debiera serlo....
Katherine Mansfield
nació para escribir, para vivir intensamente todo cuanto veía,
para transformarlo luego en palabras y volver a la calma, una calma
que no tuvo en su vida, porque hay algo que no está escrito,
pero que sucede casi siempre y es que un alma sensible recibe todos
los días la visita del águila que viene de picotearle
el hígado a Prometeo. Es su viaje de vuelta.