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P.- La infancia está vista en tu película como un nacimiento, un descubrimiento...

V.E.- Es cierto. Sobre todo, en lo que se refiere al personaje de Ana, del cual puede decirse que recorre un itinerario que va de la dependencia absoluta a la asunción de una cierta aventura personal. Es posible hablar de esta aventura en términos de iniciación, de conocimiento, de renacimiento incluso; aunque creo que, en sus últimas consecuencias, si algo la caracteriza es una suerte de misterio; algo que a nosotros, espectadores al fin y al cabo, quizás sin remedio se nos escapa.

En cualquier caso, sin Isabel no podría existir esa Ana última. El papel que cumple es, pues, muy importante. Lo patético de Isabel es que no cree en el alfabeto que, casi sin darse cuenta, provoca; para ella es un juego. De ahí que a un cierto nivel sólo sea capaz de simular, de disfrazarse, de representar, de dar un susto. No puede convocar al fantasma. En la última escena en la que aparece, su miedo ante las sombras nocturnas es de una categoría distinta al de su hermana. Porque Ana tiene algo que falta a Isabel: que cree en el monstruo, y lo busca firmemente, hasta sus últimas consecuencias.

De alguna manera, aunque sea primaria, las trayectorias conjuntas de las dos hermanas vienen a reproducir esa dialéctica entre mentira y verdad («¿jugamos de verdad o jugamos de mentiras?»: esa clásica expresión que los niños utilizan con frecuencia, entre ellos, para precisar su forma de participar en un juego) que es sustancial en determinados procesos de conocimiento. Hay algo hermoso, y quizás también autodestructor, en Ana: su necesidad absoluta de saber. Por eso, en cierto momento se diría que convoca al fugitivo, una figura que puede ser considerada como una especie de recreación interior de sí misma: ella lo lanza a la acción del film. A partir del contacto con la niña, a ese hombre, que nunca pronuncia una palabra, lo matan. De ahí el enigma que, en esa parte de la película, rodea al comportamiento de Ana; de ahí también que su único lenguaje, como en el caso del monstruo, sea el del silencio; mejor aún: el de una mirada.

 

Sobre "El sol del membrillo"

De un reportaje realizado por Elsa Fernández Santos, titulado "Los buscadores de la luz. El cineasta Víctor Erice y el pintor Antonio López, frente a frente en el filme 'El sol del membrillo'", publicado en la sección Cultura del diario "El País", de Madrid, el 3 de mayo de 1992.


No fue fácil para Víctor Erice amoldar sus pautas de rodaje a la tarea de un pintor tan peculiar como Antonio López. Cuenta el cineasta: "Tuve que respetar todo lo posible su forma de trabajar. Por una sencilla razón: el trabajo de Antonio, su relación con el modelo, es el eje de la película. El modelo, en este caso, era nada menos que un árbol, es decir, un ser vivo que evoluciona en el tiempo, que tiene un movimiento propio, exterior e interior".

Tampoco fue sencillo ajustar el trabajo colectivo de un equipo de cine -aunque tan sólo fuera de ocho personas- a la cadencia de un trabajo solitario. Dice el cineasta: "La relación de Antonio con el árbol era una relación solitaria, que se modificaba sustancialmente a partir del momento en que junto a él había una cámara rodando. Aunque procuré que su presencia fuera lo más discreta posible, es un fenómeno imposible de evitar. Y que de algún modo hay que aceptar. Ahí está, en parte, la explicación de algunas de las imágenes últimas de la película".

Víctor Erice habla pausadamente, con voz susurrada, con gravedad y seriedad: "estilo de Antonio está basado en la exactitud. Introducir en su pintura del árbol un efecto de sol resultaba muy problemático. Los rayos del sol daban directamente en el membrillero de una manera fugaz, durante dos cortos espacios de tiempo, uno por la mañana y otro por la tarde. Antonio dice que nunca ha pintado un frutal al sol. Es un tema que presenta grandes dificultades, sobre todo en la época en que rodábamos la película. Y la manera en que Antonio se planteó esa tentativa fue de las cosas que más llamaron mi atención. Porque lo hizo con una tensión razonable, sin darle mayor importancia. Una actitud que me parece llena de sabiduría".

"Envidio al pintor", dice el cineasta. "El ojo humano es maravilloso. Y las manos. La pintura está en los orígenes de la cultura y la civilización. Antonio López, en cierto modo, está mucho más cerca del hombre de Altamira que yo, eso es evidente y dicho sea con humor. El cine tiene un poquito menos de un siglo de existencia y, sin embargo... A veces tengo la sensación de que es un lenguaje, sobre todo, de la decadencia. Esto viene a cuento porque, en una ocasión, durante el rodaje de la película, Antonio y yo hablamos de la rapidez con que el cine ha envejecido, sobre todo si lo comparamos con otros lenguajes, consumiendo etapas a una velocidad vertiginosa".

Erice recuerda lo que Antonio López le dijo en aquella ocasión: "Lo que pasa, Víctor, es que el cine nació cuando el hombre ya era muy viejo". El cineasta comparte esta idea del pintor: "Es cierto", dice. "Aun sintiéndolo, yo nunca había llegado a expresarlo de una forma tan clara. La frase de Antonio me impresionó. Refleja algo en lo que he pensado con frecuencia. Es muy curioso. Porque siempre se presenta al cine bajo una imagen positiva, juvenil, apolínea. Y, sin embargo, el cine se muestra especialmente capacitado para captar todo aquello que se desvanece, lo más fugitivo que existe: el tiempo."