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La eternidad en apoyo de lo instantáneo

En el instante preciso. En efecto, Ingmar Bergman es el cineasta del instante. Todos sus films surgen de una reflexión de los personajes sobre el instante presente, reflexión profundizada por una especie de descuartizamiento de la duración, un poco a la manera de Proust, pero con mucha mayor fuerza, como si se multiplicara a Proust por Joyce y Rousseau, y se convierte finalmente en una gigantesca y desmesurada meditación a partir de lo instantáneo. Un film de Ingmar Bergman es, si se quiere, un veinticuatroavo de segundo que se transforma y prolonga durante hora y media. Es el mundo en el espacio que medía entre dos parpadeos, la tristeza entre dos latidos de corazón, la alegría de vivir entre dos aplausos.

De ahí la importancia primordial del flashback en estas escandinavas reflexiones de muchachas que se pasean a solas. En Sommarlek basta con que Maj Britt Nilsson lance una mirada a su espejo, para que parta, como Orfeo o Lanzarote, en busca del paraíso perdido o del tiempo recobrado. Utilizado casi sistemáticamente por Bergman en la mayoría de sus obras, el retorno al pasado deja de ser uno de esos poor tricks de que hablaba Orson Welles para convertirse, si no en el tema mismo del film, al menos en su condición sine qua non. Por si fuera poco, esta figura de estilo, incluso cuando es empleada como tal, tendrá en lo sucesivo la incomparable ventaja de dar una considerable consistencia al guión, ya que constituye a la vez su ritmo interno y su armazon dramática. Basta con haber visto uno cualquiera de los films de Bergman para darse cuenta de que cada retorno al pasado se inicia y acaba «en situación», en doble situación, habría que decir, porque lo más importante es que ese cambio de secuencia, como en lo mejor de Hitchcock, corresponde siempre a la emoción interior del héroe o, en otras palabras, provoca la reactualización de la acción, lo cual es patrimonio de los más grandes. Hemos tomado por facilidad lo que no es más que exceso de rigor. Ingmar Bergman, a quien «los del ofício» describen como autodidacta, da aquí una lección a nuestros mejores guionistas. Veremos que no es la primera vez que lo hace.


Siempre adelante

Cuando surgió Vadím, todos lo aplaudímos porque estaba al día, mientras que la mayoría de sus colegas tenían por lo menos una guerra de retraso. Cuando vimos las muecas poéticas de Giulietta Massina, aplaudimos también a Fellini, cuya frescura barroca tenía el aroma de la renovación. Pero este renacimiento del cine moderno ya había sido llevado a su apogeo, cinco años atrás, por el hijo de un pastor protestante sueco. ¿En qué pensábamos entonces cuando apareció Monika en las pantallas parisinas? Todo lo que reprochábamos no hacer a los cineastas franceses, Ingmar Bergman lo había hecho ya. Monika ya era Et Dieu... créa la femme, sólo que logrado a la perfección. Y el último plano de Noches de Cabiria, cuando Gulietta Massina mira obstinadamente hacia la cámara, ¿acaso puede olvidarse que estaba ya, también, en la penúltima bobina de Monika? Esa repentina conspiración entre actor y director que tanto entusiasma a André Bazin ya la habíamos visto, no hay que olvidarlo, mil veces más fuerte y poética, cuando Harriet Anderson, con los risueños ojos empañados por el desconcierto fijos en el objetivo, nos hace testigos de su repugnancia al verse obligada a optar por el infierno en contra del cielo.

No todo el que quiere puede ser orfebre. Ni el que aventaja a los demás es aquel que lo proclama más alto. Un autor verdaderamente original será aquel cuyos guiones no estén necesariarnente vinculados a un nombre. Porque Bergman prueba que es nuevo lo que es acertado y es acertado lo que es profundo. Y la profunda novedad de Sommarlek, de Monika, de La sed, del Séptimo sello es, ante todo, la admirable justeza del tono. Desde luego que para Bergman -en eso estamos de acuerdo- un gato es un gato. Pero lo es también para muchos otros, y eso no significa nada. Lo importante es que, dotado de una elegancia moral a toda prueba, Bergman puede adaptarse a cualquier verdad, incluso a la más escabrosa. Es profundo aquello que es imprevisible, y cada nuevo film de este autor desconcierta a menudo a los más cálidos partidarios del precedente. Esperamos una comedia y lo que obtenemos es un misterio medieval. Con frecuencia la única nota común a todos es esa libertad de situaciones que aplaudiría Feydeau, del mismo modo que Montherlant podría aplaudir la verdad de unos diálogos en los que Giraudoux aplaudiría -paradoja suprema- el pudor. De más está decir que esta soberana soltura en la elaboración del manuscrito se ve redoblada, desde el momento en que empiezan a zumbar las cámaras por una maestría absoluta en la dirección de actores. En ese terreno Ingmar Bergman es el igual de un Cukor o de un Renoir. Es un hecho que la mayoría de sus intérpretes, que por otra parte son a menudo miembros de su compañía teatral, son en general actores notables. Pienso sobre todo en Maj Britt Nilsson, cuyo voluntarioso mentón y cuyos gestos de desprecio no dejan de recordar a Ingrid Bergman. Pero hay que haber visto a Birger Malmsten como un jovencito soñador en Sommarlek, y volverlo a ver, irreconocible, como un acicalado burgués en La sed; hay que haber visto a Gunnar Björnstrand y Harriet Andersson en el primer episodio de Sueños de mujeres y volverlos a encontrar, con otras miradas, otros tics y un diferente ritmo corporal en Sonrisas de una noche de verano, para darse cuenta del prodigioso trabajo de modelado de que es capaz Bergman a partir de ese «ganado» de que hablaba Hitchcock.