Marcel Schwob, escritor breve. Treinta y ocho años de vida, un puñado de relatos sobre el miedo, como este El hombre doble, un puñado de vidas imaginarias, un estudio inconcluso sobre François Villon y su época, demasiado extenso para una vida tan escasa... «si la mirada de un niño no hiciera temblar a los asesinos de generaciones y generaciones de hombres, si el corazón no fuese doble aun en el pecho de los hacedores de terror futuro."

 

 

 

 

El corredor embaldosado resonó bajos sus pasos, y el juez de instrucción vio entrar un hombre pálido, de cabello lacio, con patillas anchas y ojos constantemente inquietos y escrutadores. Tenía el aspecto abatido del hombre que no comprende lo que le hacen hacer; los guardias municipales lo dejaron en la puerta con una mirada de conmiseración. Sólo las pupilas, brillantes y movedizas, parecían vivir en su terroso rostro: tenía el brillo y la impenetrabilidad de la loza negra bruñida. Su traje, levita y pantalones anchos, pendía de su cuerpo como ropa colgada; su sombrero de copa se había aplastado contra los techos bajos; todo eso, puntualizado por las patillas, daba claramente la idea de un miserable hombre de ley, perseguido por sus colegas.

El juez, sentado bajo la luz que daba en la cara al inculpado, observaba los planos gris claro de ese rostro opaco, cuyas depresiones se marcaban en huecos de indecisa sombra. Y mientras con el pulgar empujaba maquinalmente las piezas de los expedientes dispersos sobre su escritorio, la apariencia de respetabilidad que envolvía a ese hombre le dio, como en uno de esos estallidos de luz que se desvanecen de inmediato e iluminan el cerebro, la extraña impresión de que ante si tenía a otro juez de instrucción, de levita y de patillas cortas, ojos inquietantes y escrutadores, especie de torpe, insustancial y mal trazada caricatura, esfumada en la bruma gris del día.

Esa indescriptible respetabilidad, que provenía ciertamente del corte de la barba y de los vestidos, confundía sin embargo al juez en el presente caso, haciéndole dudar. Al principio, el crimen parecía trivial: uno de esos asesinatos frecuentes en los últimos tiempos. Habían encontrado en su cama, con la garganta cortada, a una mujer de vida fácil, que vivía en un pequeño departamento de la calle Maubeurge. El golpe había sido dado por una mano aparéntemente experimentada, por debajo de las tiroides; la arteria carótida había sido seccionada limpiamente y el cuello abierto hasta la mitad. La muerte debió de ser casi instantánea, pues la sangre había manado en anchos chorros sucesivos, en tres o cuatro latidos. Las sábanas, un poco ajadas, tenían grandes manchas de sangre, formando opacos charcos, espesos en el centro, que se iban esfumando gradualmente hacia los bordes en un rosa claro sembrado de huellas oscuras. El armario de espejo había sido desfondado; el piso estaba cubierto de cajas de cartón tiradas; hasta habían abierto el colchón por las costuras.

La mujer asesinada, de edad madura, no era una desconocida entre la gente alegre. Por la noche solía encontrársela en el Círculo, los Príncipes, en el Americano y en los restaurantes donde se va a cenar. Sus alhajas eran conocidas. Y cuando los revendedores de oro y plata vieron aparecer los anillos y collares buscados, bastó una indicación de su parte para que el jefe de la Sûreté llegara hasta el verdadero culpable. Todos, unánimemente, habían designado al hombre que estaba allí, ante el juez. Él no se había ocultado: los dueños de las casas de empeño del Marais y los mercaderes del barrio Saint-Germain conocían su dirección. Había ido a vender las joyas con el mismo aspecto respetable que presentaba ahora, el aspecto de un hombre que, encontrándose en apuros, vende cualquier cosa para procurarse dinero.

Al interrogarlo, el juez empleó, a pesar suyo, fórmulas de cortesía y simpáticos atenuantes. Las respuestas del hombre eran manifiestamente confusas, evasivas; pero tan respetables como su aspecto exterior. Según decía, era ayudante de un abogado. Dio el nombre y dirección de su patrón. Un mensajero del juez volvió casi enseguida con la respuesta: Desconocido. El hombre tuvo un gesto de asombro y murmuró: "Entonces no sé nada más."

En su habitación de un hotel de la calle Saint-Jacques se habían encontrado pliegos de cartas y copias. Cuando le fueron presentadas, dijo no conocerlas. El juez, que creía que esos pliegos eran pruebas intencionables, pareció sorprendido. Al avanzar en el interrogatorio, se encontró con inexplicables contradicciones. El hombre tenía aspecto jurídico, pero no sabía nada del idioma de la ley. Del abogado del que se decía empleado, sólo conocía el nombre y dirección. Pero persistía en sus afirmaciones.

Las joyas provenían, según él, de una herencia, y le habían sido confiadas para venderlas y obtener algún dinero. A la pregunta tradicional acerca del empleo de su tiempo la noche del crimen, respondió:

- Dormí en mi cama, señor.

Cuando se citó al dueño del hotel y este declaró que el hombre no había vuelto esa noche hasta la madrugada, y que lo había hecho con el rostro pálido, abrumado, el acusado lo miró sorprendido, y dijo:

- ¡Qué va, qué va! ¡Veamos!... Yo sé bien que estaba en mi cama.

El juez, desconcertado, hizo comparecer a tres revendedores que reconocerían al hombre. No tuvo empacho en admitir que les había vendido algunas joyas.

 

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