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1906, Neuilly-sur-Seine.


A veces, en el Bois, un ciervo cruzaba un sendero. Por todas partes había gente comiendo, bebiendo, tomando café. Un borracho se paseaba gritando: «¡Deprisa! Comed sobre la hierba. ¡Un día de éstos, la hierba comerá sobre vosotros!»

El tranvía de Val d'Or, a todo vapor, silbaba a lo largo de los árboles, como los trenes en la historias de Indias. El día no había acabado aún, pero ya la Porte Maillot llameaba, celebrando la fiesta del crepúsculo.

Había ciclistas y muchísimas bicicletas, por todos lados bicicletas, más bicicletas y coches con caballos.

Olía a caucho, y Bibendum reinaba ya en el Salón del Automóvil.

En el café Sports, los camareros, corriendo, colocaban dos pajas doradas en la granadina de los niños.

Olía a pernod, a estiércol de pájaros. Los árboles sonreían y se agitaban; nada aún los amenazaba, en efecto.

Había gente tocando música, cantando, festejando, bromeando, y otros que, en voz baja, se afanaban junto a los mostradores. Estaban bajo el hechizo de la fiesta, y se diría que sus ofensas, sus tristes desgracias, las cantaban, las gorjeaban, sin darse cuenta. Pasaban mendigos, vendedores de olivas, músicos ambulantes, y un pobre viejo armaba y colocaba sobre las mesas juguetes mecánicos.

Del extremo del Bois a la isla de la Jatte, la música de la fiesta, de la verdadera fiesta, de la fiesta en Neuilly, se marchaba, y después volvía sobre sus pasos, lanzando, a veces, largos silbidos de angustia. «¡Escuchadme! Soy como esas vacas, esos cerdos y esos tiovivos, destinados a desaparecer. Pero yo partiré a mi pesar. Retenedme por mis últimas notas, retenedme en la memoria. Volveré cuando queráis, lejana pero intacta, en el polvo del cartón perforado.»

De pie en las montañas-rusas, lindas muchachas de madera pintada, vestidas de húsares, con sonrisa ancha y feliz, golpeaban sobre los címbalos dorados.


Neuilly, para mí, era la fiesta, y una vez terminada ésta, la gran avenida era un verdadero desierto, salvo cuando la gente del mercado, con sus zancos de madera, instalaba las tiendas como la gente del circo.

Pero había otras fiestas, en la puerta Maillot. Un día era Marruecos en París, un pueblo con indígenas de ojos brillantes, artesanos, joyeros, encantadores de serpientes, una madre dromedaria con sus pequeños, y niños negros que se sumergían en una fuente para buscar reales.

Otro día, un pueblo de enanos con casas de enanos, una escuela de enanos y una pequeña iglesia de enanos. O el looping the loop: la gente montaba en un vagón que descendía velozmente, giraba al revés en una rueda, disminuía la velocidad, se detenía y dejaba salir a los viajeros que gritaban.

Y después Printania, un gran café concierto al aire libre. Allí se bebía aguardiente con cervezas, y, cuando la noche era hermosa, el techo del teatro desaparecía, las estrellas también podían mirar el espectáculo.

Había payasos, vestidos de pasteleros, que jugaban con toda la tienda, cantantes solas sobre el escenario, frente a los espectadores que, bebiendo de sus vasos, las acompañaban cantando a coro.

Y cantantes. Había uno más gracioso que el resto. Y sin embargo era completamente negro y triste, siempre con aspecto infeliz. La gran flor que llevaba en el ojal, la arrancaba llorando y la arrojaba al suelo, donde enraizaba, balanceándose temblorosamente.

Cantaba: «Tengo neurastenia, es gracioso, oh, oh», y todo el mundo se retorcía de risa, hasta mi padre. Y eso que 61 también tenía neurastenia.

- Está de moda -decia-, pero pasaría de ella: la tristeza que se instala en la cabeza y que va y viene, allí, como en su casa.

Y mucho antes de Printania, allí donde se extienden hoy las ruinas del Luna Park, había un gran globo cautivo que subía hasta el cielo, lleno de pasajeros. Un día la cuerda se rompió y el globo fue arrastrado por el viento. En todo Neuilly, la gente levantó la cabeza al cielo al mismo tiempo, hasta los perros.

El globo cautivo desapareció rápidamente y se oía decir por todas partes que con un viento semejante era imposible que alguien se salvara. Un día mi padre y mi madre habían subido juntos al globo, y yo me alegré de que el accidente no hubiera ocurrido ese día. Muy avanzada la noche, el globo fue encontrado y todos los pasajeros rescatados, pero la gente no se enteró hasta la mañana, porque se habían ido a la cama.