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- Te equivocas, en las dos cosas te has equivocado. Es una comparación que está muy bien: la religión cristiana es esa goleta para armar, metido en una caja todo, pieza a pieza. Si no ensamblas bien cosa por cosa no ves el barco que se ve en la tapa, aunque las piezas sueltas estén todas y no falte ninguna. ¿Y por fin qué pasó? ¿Llegaste a armar el barco hasta hacerlo igual que el de la tapa?

- No -contestó Manuel-. Era desolador que hubiese tantas y tantas piezas grandes y pequeñas esparcidas por el suelo en mi cuarto de jugar, y que al mismo tiempo, el dibujo entero de la tapa resplandeciese inalcanzable en su irrealidad marítima de isla y de viaje y de aventura que tenía yo que traducir, con ayuda de la goma arábiga y unas pinzas, a un objeto real, un trasto más.

- Lo que me acabas de contar de Hölderlin me recuerda a una profesora estupenda de filosofía que tuvimos en COU, se llamaba Amelia. Yo cerraba los ojos en clase para oírla hablar; su voz resplandecía como resplandecen ahora los árboles delante de nosotros. Una voz de soprano, oscurecida, como ahora los prunos contra el limón de los castaños, contra el gris de la lluvia que acaba de caer. Voy a visitarla algunas veces. Me gustaría parecerme a ella dentro de unos años. Amelia decía que esos dioses griegos que evoca Hölderlin sólo habían existido imaginariamente. La religión para los románticos alemanes, era amor por la belleza. Recuerdo que me quedaba a hablar con ella a la salida de clase, porque no entendía nada de nada. Tampoco ahora sé conectar bien cosa con cosa. Es como si la religión cristiana hubiera nacido del resentimiento de quienes, como tú, pueden concebir una goleta maravillosa, y no saben en la realidad reproducirla. La melancolía resultante es la desproporción entre lo que anhelamos y lo que conseguimos. Ahora nos han dejado con el cutrelux de las iglesias y las iluminaciones de la municipalidad y los estúpidos peces que beben en el río del gasto madrileño. Cristo predicaba un vigoroso acto revolucionario que consistía en amor y en vida y en ver lo invisible en lo visible y lo infinito en lo finito, y a Dios mismo en cualquiera de nosotros. Y eso quedó reducido al fracaso de la cruz, la muerte.

- Entonces tú crees, África, que con el cristianismo pasó lo que me pasó a mí con la goleta: que no sabía qué hacer con ella y acabó, supongo, mi madre regalándola o tirándola a la basura. Eso significa la muerte de Jesús en la cruz. Nuestros propios fracasos son así, nuestra muerte.

- ¿No será que no hay nada que ver, Manuel? A lo mejor no hay ninguna construcción que armar, ni nada raro que entender. Me acuerdo de una frase que leímos en un grupo de lectura: cómo vas a amar a Dios, a quien no ves, si no amas al prójimo a quien ves.

-Y si no hay nada que ver, nada que entender, como tú dices África, ¿entonces qué hay que hacer?

- Hay que amar al prójimo a quien ves. No hay más acontecimiento visible e invisible que el prójimo a quien ves. Todo lo demás, excepto eso, es accesorio, un invento de El Corte Inglés y las grandes superficies.

Había ya anochecido. Y la niebla se les había echado encima junto con una tiritona que compartían los dos, sin querer ninguno de los dos levantarse y bajar de la Montaña de los Gatos, dejar de hablar de lo que habían hablado desde que salieron de la oficina hasta aquel instante. África interrumpió la niebla, la noche, el silencio de los dos, y dijo:

- Te oigo dar diente con diente como un perro pelón. Eso significa que este atardecer presagia el día de mañana, con el despertador puesto a las seis y una hora de viaje en autobús o en metro desde las camas a los bancos. ¿Que no?

Y Manuel dijo:

- Supongo que sí.

Salieron del Retiro, encontrándolo tan transitable, tan visible, tan comprensible, que el acontecer invisible dos mil años atrás y el ahora se unificaron en la acción de echarse África a correr y cruzar O'Donnell frente a El Caballo de Acero. África volvió la cabeza hacia Manuel, que se había quedado, prudentemente, en la acera. Por eso África no vio el coche que se le echó encima. Del trompazo voló, a ras del asfalto, unos 10 metros África. Rota la cabeza en dos contra el semáforo del paso de cebra de la entrada del paseo de Coches.


[El País Semanal]

[Las ilustraciones son del pintor francés William Bouguereau]