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Empezó a estudiar derecho porque estaba de moda y porque el padre quería que se hiciese funcionario. Así que Horácek tuvo todavía más tiempo para leer y, como por la misma época se enamoró felizmente, también empezó a escribir. Sus primeros ensayos salieron publicados en revistas, y toda la Kleinseite estaba enormemente indignada de que se hubiera convertido en literato, escribiera en periódicos y, por si fuera poco, además en lengua checa.

Le profetizaron un descenso en picado, y cuando su padre murió poco tiempo después, todos afirmaron con seguridad que había sido la aflicción a causa del inútil de su hijo lo que le había llevado a la muerte.

La madre dejó el colmado. Al cabo de poco tiempo ya le iba muy mal, y Horácek tuvo que mirar de ganar algún dinero. Habría buscado gustoso un trabajo, pero eso era algo que no podía decidir inmediatamente. No había perdido del todo las ganas de seguir estudiando, si bien la carrera de derecho le resultaba una bazofia de difícil aceptación, y sólo iba a la facultad cuando se aburría. El gran impedimento, sin embargo, era su amor. Una bella muchacha, realmente cariñosa, estaba encendida de amor por él, y tampoco sus padres la obligaban a decidirse por ningún otro, a pesar de que le presentaban suficientes pretendientes. La muchacha quería esperar a Horácek hasta que pasara el examen y obtuviese con él un puesto decente. El empleo que le habían ofrecido a Horácek traía consigo un sueldo inmediato, pero sin expectativas para el futuro. Horácek comprendió bien que, a su lado, la muchacha no tendría un futuro próspero, y a la miseria tampoco quería entregarla. Creyó que estaba menos enamorado de ella de lo que en realidad estaba, y tomó la decisión de decirle adiós. Sin embargo, no tenía corazón para hacerlo de forma abierta: quería ser repudiado, arrojado; tal era el inconsciente anhelo de regocijarse en un sufrimiento inmerecido. Pronto se le ocurrió la manera. Cambiando su letra, escribió una carta anónima contando las cosas más insultantes sobre él mismo y la envió a los padres de la novia. La hijita no creyó al denunciante. Pero el padre era más precavido, preguntó entre los vecinos de Horácek y ellos le informaron de que el muchacho era un inútil desde la infancia. Cuando Horácek fue de visita unos días más tarde, la muchacha salió llorando de la habitación y él fue despedido de la casa de manera cortés.

La muchacha se casó poco después, y por toda la Kleinseite se extendió el rumor de que habían echado a Horácek de la casa a causa de su inutilidad.

Fue entonces cuando a Horácek se le rompió el corazón, pues había perdido a la única persona que le amaba, sin oder ignorar su propia culpa en todo ello.

Perdió su presencia de ánimo, el nuevo oficio se le volvió detestable, se moría de pesar y se consumía abiertamente. A sus vecinos no les extrañaba nada todo eso, ya que no era -decían- sino la consecuencia de una vida llevada tan a la ligera.

Su nueva ocupación le obligaba a estar en un despacho privado. A pesar de su aversión, trabajaba con ahínco, y su superior pronto le depositó toda su confianza; cuando había que transportar dinero, se lo confiaba a él. Horácek también tuvo ocasión de mostrarse agradecido con el hijo del jefe. Una vez, éste le esperó a la salida.

- Señor Horácek, si usted no me ayuda, no tendré más remedio que arrojarme al agua, y, por escapar a mi propia verguenza, sere una vergüenza para mi padre. Tengo deudas que debo pagar hoy a toda costa, pero no recibiré mi dinero hasta pasado mañana, y ahora me encuentro perdido. Usted lleva dinero para mi tío; confíemelo de forma provisional; pasado mañana lo repondré. ¡Mi tío no le preguntará a mi padre por el dinero!

Pero el tío sí que preguntó, y al día siguiente se leía en el periódico: «Ruego a todos aquellos relacionados con mi empresa no le confíen ningún dinero a F. Horácek. Le he despedido sin previo aviso, por deslealtad.»

Ni siquiera la noticia de que otro barrio de la ciudad ardía en llamas habría despertado tanto interés entre los habitantes de la Kleinseite.

Horácek no delató al hijo del señor director: se fue a su casa, y, pretextando dolor de cabeza, se acostó.

El médico del distrito, a la hora de costumbre y claramente sumido en sus pensamientos, fue unos días más tarde a la farmacia.

- ¿Así que el inútil se ha muerto? -preguntó sonriendo el señor boticario.

- ¿Horácek? ¡Pues sí!

- ¿Y de qué ha muerto?

- ¡Bah? Por mí, diré que de un ataque al corazón.

- ¡Vaya! Menos mal que no ha dejado deudas de medicamentos, ese inútil.

 

[Ilustraciones de Adolf Born]

[Escenas y arabescos, traducción de Virginia Pérez para la editorial Juventud]