[1/1]

Es un día suave y el sol está oblicuo sobre la llanura. Pronto sonarán las campanas, porque es domingo. Entre dos campos de centeno, dos jóvenes han hallado una senda por la que nunca fueron antes, y en los tres pueblos de la planicie resplandecen los vidrios de las ventanas. Hombres se afeitan ante los espejos en las mesas de las cocinas, y mujeres cortan pan para el café, canturreando, y niños están sentados en el suelo y abrochan sus blusas. Es la mañana feliz de un día desgraciado, porque este día un niño será muerto en el tercer pueblo por un hombre feliz. Todavía el niño está sentado en el suelo y abrocha su blusa, y el hombre que se afeita dice que hoy harán un paseo en bote por el riachuelo, y la mujer canturrea y coloca el pan recién cortado en un plato azul.

Ninguna sombra atraviesa la cocina y, sin embargo, el hombre que matará al niño está al lado de la bomba de bencina roja, en el primer pueblo. Es un hombre feliz que mira en una cámara y en el cristal ve un pequeño coche azul, y al lado del coche, una muchacha que ríe. Mientras la muchacha ríe y el hombre toma la hermosa fotografía, el vendedor de bencina ajusta la tapa del tanque y asegura que tendrán un bonito día. La muchacha se sienta en el coche, y el hombre que matará al niño saca su billetera del bolsillo y comenta que viajarán hasta el mar y en el mar pedirán prestado un bote y remarán lejos, muy lejos. A través de los bajados vidrios, oye la muchacha, en el asiento delantero, lo que él habla; ella cierra los ojos y, cuando los cierra, ve el mar y al hombre junto a sí en el bote. No es ningún hombre malo, es alegre y feliz, y antes de entrar en el coche se detiene un instante frente al radiador que centellea al sol, y se goza del brillo y del olor de bencina y de cerezo silvestre. No cae ninguna sombra sobre el coche y el refulgente parachoques no tiene ninguna abolladura y no está rojo de sangre.

Pero, al mismo tiempo que el hombre en el coche, en el primer pueblo, cierra la puerta de la izquierda tras de sí y tira del botón de arranque, abre la mujer, en el tercer pueblo, su alacena en lacocina, y no encuentra el azúcar. El niño, que ha abrochado su blusa y que ha amarrado los cordones de sus zapatos, está de rodillas en el sofá y contempla el riachuelo que serpentea entre los alisos y el negro bote que está medio varado sobre el pasto. El hombre que perderá a su hijo está recién afeitado y en ese momento pliega el espejo. En la mesa, las tazas de café, el pan, la crema y las moscas. Sólo el azúcar falta y la madre ordena a su hijo que corra donde los Larsson y pida prestados algunos terrones. Y mientras el niño abre la puerta, le grita el hombre que se dé prisa, porque el bote espera en la ribera. Remarán tan lejos como nunca antes remaron. Cuando luego el niño corre a través del jardín, en todo momento piensa en el riachuelo y en los peces que saltan, y nadie le susurra que sólo le quedan ocho minutos para vivir y que el bote permanecerá allí donde está todo el día y muchos otros días.

No es lejos hasta los Larsson, únicamente cruzar el camino, y mientras el niño luego corre atravesando el camino, el pequeño coche azul entra en el segundo pueblo. Es un pueblo pequeño con pequeñas casas rojas, con gentes que acaban de despertar, que están en sus cocinas con las tazas de café levantadas y observan al coche venir por el otro lado del seto con grandes nubes de polvo detrás de sí. Va muy rápido y el hombre en el coche ve cómo los álamos y los postes de telégrafo, recién alquitranados, pasan como sombras grises.

Sopla verano por la ventanilla. Salen velozmente del pueblo. El coche se mantiene seguro en medio del camino. Están solos en el camino todavía. Es placentero viajar completamente solos por un liso y ancho camino, y, a campo abierto, aún es mucho mejor. El hombre es feliz y fuerte y en el codo derecho siente el cuerpo de su mujer. No es ningún hombre malo. Tiene prisas por alcanzar el mar. No sería capaz de matar a un niño. Mientras avanzan hacia el tercer pueblo, cierra la muchacha otra vez los ojos y juega a que no los abrirá hasta que puedan ver el mar y, a compás de los muelles tumbos del coche, sueña en lo terso que estará.

Porque la vida está construida con tanta crueldad, que un minuto antes de que un hombre feliz mate a un niño, todavía es feliz, y un minuto antes de que una mujer grite el horror, puede ella cerrar los ojos y soñar en el mar, y durante el último minuto de la vida de un niño, pueden sus padres estar sentados en una cocina y esperar el azúcar y hablar sobre los dientes blancos de su hijo y sobre su paseo en bote, y el niño mismo puede cerrar una verja y empezar a atravesar un camino con algunos terrones en la mano derecha envueltos en papel blanco, y durante este último minuto no ver otra cosa que un largo y brillante riachuelo con grandes peces y un ancho bote con callados remos.

Después, todo es demasiado tarde. Después, está un coche azul al sesgo en el camino y una mujer que grita, se saca la mano de la boca y la mano sangra. Después, un hombre abre la puerta de un coche y trata de mantenerse en pie, aunque tiene un abismo de terror dentro de sí. Después, hay algunos terrones de azúcar blanca desparramados absurdamente entre la sangre y la arenilla, y un niño yace inmóvil boca abajo, con la cara duramente apretada contra el camino. Después, llegan dos lívidas personas que todavía no han podido beber su café, que salen corriendo desde la verja y ven un espectáculo en el camino que jamás olvidarán.

Porque no es verdad que el tiempo cure todas las heridas. El tiempo no cura la herida de un niño muerto y cura muy mal el dolor de una madre que olvidó comprar el azúcar y mandó a su hijo a través del camino para pedirla prestada; e igualmente, mal cura la congoja del hombre, una vez feliz, que lo mató.

Porque el que ha muerto a un niño no va al mar. El que ha muerto a un niño vuelve lentamente a su casa en medio del silencio y junto a sí lleva una mujer muda con la mano vendada; y en todos los pueblos por los que pasan ven que no hay ni una sola persona alegre. Todas las sombras son más oscuras y, cuando se separan, todavía es en silencio; y el hombre que ha muerto a un niño sabe que este silencio es su enemigo y que va a tener que necesitar años de su vida para vencerlo, gritando que no fue su culpa. Pero sabe que esto es mentira y en sus sueños de las noches deseará en cambio tener un solo minuto de su vida pasada para hacer este solo minuto diferente.

Pero tan cruel es la vida para el que ha muerto a un niño, que todo después es demasiado tarde.

 

[Antología de cuentistas suecos, editorial Escelicer, traducción de Jaime Peralta y Joel Rangel Gallardo]