Para Mauricio Alonso -que un día ya lejano me acercó “Citizen Langlois”- , Florencia Castagnani y Julia Jonte, que, como yo, aman el cine y la literatura de Edgardo Cozarinsky.  
 
 

“¿ Quieres ser princesa en mi país? No es muy rico, pero es bonito. No hay acero ni carbón, pero sí corderos, tabaco y rosas.”

(El príncipe a Niní en French cancan, Jean Renoir, 1954)

 

En la cita de un diálogo de la película de Renoir, colocada como epígrafe, se juntan, se entremezclan en el sucederse de una ennumeración, sustantivos que rara vez van juntos, particularmente “corderos”, “tabaco” y “rosas”, colocados para proponer, imaginariamente, una curiosa imagen del país en donde vive el príncipe oriental. Este entrecruzar aquello que habitualmente no se acerca -utilizando imágenes, sonidos y palabras- es una de las estrategias narrativas a la que recurre, con asiduidad, Edgardo Cozarinsky en su cine y en su literatura: un mismo plano de BoulevardS du crépuscule enlaza la Rue Buenos-Ayres y la Tour Eiffel, mostrando así la oscilación del narrador; el título de un relato: Días de 1937, convoca al mismo tiempo a la poesía de Konstantino Kavafis y al último tramo de los años que se sucedieron “entre deux guerres”.

Procedimiento obstinado que lo lleva a ‘poner en conversación’, expresión tan transitada con relación a su obra, hombres, historias, espacios y vocablos que sólo él parece poder convocar. ¿Quién otro es capaz de colocar en el mismo filme a la Falconetti, Robert Le Vigan, Gloria Alcorta, Zita Szelecsky, Adolfo Bioy Casares y él mismo, entre muchos otros (en la ya nombrada BoulevardS...)? ¿Quién otro puede tejer una trama, siempre al borde de evanescer, donde caben, entre tantos, figuras tan legendarias como Paul Bowles o Jean Genet o Roland Barthes, al lado de un casi adolescente marroquí, de Rachel Mouyal, la apacible encargada de la librería Colonnes, convertida en leyenda y de Mercedes Guitta, una argentina que regentea un restaurante en Tánger, todos arrullados, ocasionalmente, por la voz sibilina de Noel Coward (en Fantômes de Tanger)? Procedimiento consecuente que en una buena parte de su producción lo lleva a aniquilar los antiguos, y nunca certificados límites, que establece la perezosa distinción entre “ficción” y “documental”, ubicándose así, a su manera, junto a gente tan disímil entre sí como Abbas Kiarostami o el Nanni Moretti anterior a La stanza del figlio, en una de las vertientes más ricas del cine que se está haciendo.

Entre dos países -Argentina y Francia- viene transcurriendo la vida y la obra de Edgardo Cozarinsky, nacido en Buenos Aires un 14 de enero de 1939. Viajero infatigable que filma, entre otras razones, para poder desplazarse siempre habitado por un entusiasmo juvenil, es sin embargo sólo en París y en Buenos Aires donde tiene residencias fijas desde las que despliega una actividad incesante. Cineasta y escritor, que también frecuentó la crítica de cine durante los ’60 y primeros años de los ’70 enseñando a pensar el cine a una generación, como la mía, tan extraviada por la audición de los cantos de sirena de la crítica cinematográfica italiana, ha desarrollado una obra cinematográfica y literaria, carente de parangones, asaz personal y casi secreta: aquellas de sus películas que él quiere que se vean, pueden verse en muy pocos países.

Conocemos -sus amigos rosarinos: Mauricio Alonso y yo- de su indeclinable humildad, de su habitual renuencia a dar juicios sobre su propia producción, reemplazados por jugosas anécdotas del proceso de su creación: también es un brillante narrador oral. No hace demasiado tiempo, protegidos del sol impiadoso del enero austral por un quincho donde nos regalábamos pacúes y bogas crocantes, nos narró una anécdota, anterior a su nacimiento, que se me ocurre plena de sentido. Contó que en 1920 su padre, tras su primer viaje como marino, volvió de visita a un pequeño pueblo en la provincia de Entre Ríos, a la que sus antepasados, en el siglo anterior, habían llegado provenientes de la Rusia de los Zares. El día del regreso una vecina se acercó al comisario recomendándole que tuviera cuidado porque esa noche había luna llena y el séptimo hijo varón de los Cozarinsky estaba en el pueblo. (Por aquellos años en que el mundo era otro, sobrevivían las leyendas populares en las que los hombres creían. Corría una, que es aquella a la que hace referencia la vecina, que decía que las noches de luna llena los séptimos hijos varones mutaban en lobos.). El guardián de la ley sonrió y la miró irónico, encaramado en su autoridad antes que en un posible saber científico. Por la noche, la familia que vivía en esa zona imprecisa donde terminaban las pocas casas y ya aparecía el campo, festejaba la llegada con los rituales propios de un asado. Un hermano del recién llegado observó como uno de los tantos perros abandonaba la alimenticia proximidad de la parrilla y se perdía en la noche, hacia el camino. Ese abandono le hizo pensar que estaba llegando alguien, con cautela se internó también en la oscuridad. A una respetable distancia, pudo ver que el comisario acariciaba con cautela la cabeza del perro mientras le decía: “Mire Cozarinsky, yo lo conozco desde que nació...”

Esa indecisión que presidió la conducta del comisario, que según Tzvetan Todorov estaría en el germen de la literatura fantástica, no me parece lejana a la que provoca la obra de Cozarinsky en el público y en la crítica. Más conocido por cierta aura legendaria que acompaña a su persona -algún rasgo de excentricidad, su formidable cultura, su afección a la errancia, el haber trabajado bajo la dirección de Borges y de Barthes-, que por haberlo leído o haber visto sus filmes, creo entender que todavía no ocupa el lugar que su creación le amerita. Claro está que él contribuye a que esto ocurra. Se obstina, con gesto admirable y voluntad orgullosa, en ubicarse, siempre, alejado del centro de la industria cultural, ajeno, como escribió en Meditaciones en torno a un póster a “...la pocilga de shoppings, narcotráfico, justicia manipulada y cirugía plástica que la televisión impone a los jóvenes argentinos como la imagen de la ‘realidad’ obscena en que viven...”. ‘Realidad’ que, arriesgo después de la frecuentación de su obra, no sólo reconoce en su país austral.

Este abecedario, como si fuera un iceberg que muestra a la mirada del marino una décima parte de su superficie fuera del agua, sólo intenta acercar, a sus posibles lectores si los tuviera, algunas sutilezas del pensamiento de Cozarinsky, verdaderas gemas de un espíritu independiente, enemigo pertinaz de las ortodoxias. Si logra su fin, quién lo lea deberá entregarse, solitariamente, al gozoso trabajo de recorrer su obra que disimula constantes maravillas. Como ese movimiento descendente de cámara -en la plaza, no elegida al azar, llamada “Cruces”- desde una cruz de hierro forjada colocada sobre una columna blanca trabajada por el tiempo hasta el rostro del pianista alemán Christian Zacharias que, sentado sobre unos escalones y apoyado contra unas rejas, está a punto de explicar el entrecruzamiento de su vida con la música de Domenico Scarlatti en Scarlatti a Seville. Como ese irreverente e inolvidable, certero análisis del mundo entrando a la década del 80, que el narrador innominado desarrolla para un oyente asimismo innominado -¿el lector?-, antes de perderse junto a él en la noche de primavera en Madrid en Welcome to the 80s, una de las trece “tarjetas postales” que recopila Vudú urbano. Como ese inesperado plano, suerte de rúbrica personal, que en Chaplin aujour’d hui: Les feux de la rampe, mientras la voz de Didier Flamond va leyendo las principales acusaciones de la prensa estadounidense contra Charles Chaplin a fines de los 40 y principios de los 50, muestra las manos de Cozarinsky que van pasando los faxs donde constan, para luego romperlos y arrojarlos a las aguas de un río italiano mientras el narrador nos recuerda que Chaplin cuando se negó a adoptar la ciudadanía norteamericana dijo: “Yo soy internacionalista. No soy nacionalista porque el nacionalismo provoca guerras.” Curiosamente, esas palabras también podría decirlas Edgardo Cozarinsky.

16 de agosto de 2003